miércoles, 30 de diciembre de 2009

Diciembre: testimoniar un exorcismo

Omar Valiño - desde Cuba
Fotos: Pepe Murrieta

Después de Neva, parecía imposible que el grupo chileno Teatro en el Blanco pudiera aportar otro espectáculo de similar calibre. Pero concluyó el XIII Festival de Teatro de La Habana y el colectivo se propuso una extensión del mismo en la capital y en Matanzas. La temporada, entre el evento y su dilatación, —de doce funciones, un taller en el ISA y varias sesiones de intercambio teórico con el público—, constituye, sin duda, el acontecimiento más importante del 2009 teatral en Cuba y tal vez el hecho escénico más trascendental entre nosotros en esta primera década del siglo XXI.
Si en Neva se discuten, de manera simultánea, las dicotomías entre lo privado y lo público —entre los sentimientos individuales y la Revolución, entre la verdad y la convención, entre la necesidad y el sentido del artificio del teatro, de un lado, y el terremoto de lo social, de otro—, en Diciembre el colectivo chileno se lanza —como el salto de Masha al suelo de la realidad en Neva— a responder su propias grandes interrogantes.



El salto, la inmersión trae a la escena una invasión de realidad. Diciembre es documental, un testimonio sobre Chile mediante un exorcismo personal. Porque en este montaje se reconstruye todo un catauro de comportamientos del pueblo chileno circunvalado por la vívida noche pinochetista, el fantasma del fascismo chileno acumulado y latente, tan horrible como cualquier fascismo. Tres hermanos “celebran” la Navidad de 2014 en guerra: un paisaje terrible, ojalá improbable. No una imagen de batalla intergaláctica, sino muy concreta: han vuelto a enfrentarse, como a fines del XIX, Perú, Bolivia y Chile. A mí no pudo dejar de recordarme una reflexión de Fidel de esos mismos días, concomitante con las ideas del espectáculo, en la cual pronosticaba que al término corto del mandato de Obama, es decir al borde del 2014, habría en nuestra América siete u ocho gobiernos de derecha. Diciembre es el paisaje, visto desde el teatro, de esa reacción.
Esta visión desgarrada del lado chileno, entre estos tres hermanos con posiciones antagónicas, muestra cómo cualquier pequeño fetiche cultural puede ser convertido en logotipo chauvinista y fascistoide si se echa malsana leña ideológica al fuego de la cadena nacionalismo-patrioterismo-chauvinismo-fascismo (“la patria es la religión del capital”, cita un personaje). Contra ese nefasto proceso trabaja, desde la sombra del arte pero con la vitalidad de su función, esta arriesgada introspección de Teatro en el Blanco, dirigido por Guillermo Calderón, también autor del texto. Obra de lúcida locura, de sobrecogedora e íntima humanidad y también de innegable belleza literaria y poética —las referencias a Bolivia y “su” mar, a ese nuevo país mapuche al sur de Chile.
Como en Las tres hermanas, de Chéjov (otra vez el canónico autor ruso), como en la triada de hermanos de La casa vieja, de Abelardo Estorino, el triángulo filial potencia las aristas dramáticas. Paula (Paula Zúñiga) es la defensora de la guerra, Trinidad (Trinidad González) es la adversaria. Ambas permanecen en casa porque las mujeres son los únicos habitantes que han quedado en pueblos y ciudades, mientras los hombres están en el frente. Además, Paula y Trinidad, hermanas gemelas, están embarazadas. Jorge (Jorge Becker) ha sido llamado al ejército y suponemos que está de pase por la Noche Buena. Puede inferirse que cada uno de ellos representa el equivalente de un país de los involucrados en el conflicto en una trinidad perfecta que, a la par de la realidad ficcional, transformará la mesa familiar con sus atuendos de ocasión, en campo de batalla. La discusión se irá haciendo cada vez más fuerte, en la medida también en que fracasa el plan de Trinidad de esconder al hermano en complicidad con el Tío León. La tensión se hace oscilar con puntadas y situaciones de humor que ocasiona un palpable vaivén en el alma de los espectadores.



Los mismos actores asumen protagónicos y roles (La Tía, María, el Tío León) de la “futura” Diciembre. Aparecen diferentes en sus respectivas imágenes con respecto a Neva, más cercanos a su corporalidad y energía cotidianas, desafiados por la “desteatralización” que exige Diciembre en función de exponer —en primer lugar tal vez desde el cuerpo de cada actor— los mencionados marcos de realidad, sin olvidar a su vez la necesidad del artificio aun dentro de esta extraña sintonía de la convención. Todo un desafío del trabajo actoral al que prestaron, en la búsqueda orgánica para testimoniar, sus propios nombres, porque no por casualidad llevan sus patronímicos los personajes de Diciembre. Recuerdo el pasaje en que las mellizas se enfrentan entre ellas diciéndose una retahíla de nombretes y términos ofensivos de uso común en Chile, una escena paroxística que deslumbra por su pasión, por el exorcismo que tiene lugar a nivel individual y colectivo. De idéntico signo el monólogo de Jorge donde confiesa las verdaderas razones para permanecer en el ejército, a pesar de estar en contra de la ideología perversa del militarismo y de la guerra: allí, entre las tropas, puede ser gay, ejercitarse en el sexo entre hombres. ¡Cuán absurdo el género humano que ha de encontrar estas coartadas para ser libre por algo tan sencillo!
Contra esas absurdas y voraces coartadas se pronuncia Diciembre. Contra esos paisajes desolados y angustiosos que describe. Contra esos niños que deben preguntar a sus madres cómo son los hombres —para preguntarnos en verdad, a todos, cómo somos. Contra cómo cada “pedacito” de creencia “tonta” puede terminar en un nacionalismo que desprecia al vecino de al lado. Contra cómo la pregunta no es si volver o no a la guerra porque no se sabe el significado de ganar o perder.
Al final, el Tío León, vestido popularmente como Santa Claus, anuncia que no esconderá a Jorge por miedo a la vuelta de aquella “antigua” represión de los simbólicos autos Falcon. Descubriremos que las mellizas no están embarazadas y que su contribución definitiva a la tierra es volcar en ella las semillas que abultan sus vientres, ¿traerán esos símbolos por antonomasia de la vida, en sus respectivos códigos genéticos, los vectores de la creación o de la destrucción? Yo creo que Teatro en el Blanco quiere con su exorcismo liberar toda pasada pudrición genética; aspira, como Lezama, a que la imago encarne en la historia, en la futuridad. Que esas semillas sean granos fértiles para que nazcan otros hombres, otras ideas, curiosamente idénticas a los granos de maíz sembrados por el grupo ¡peruano! Yuyachakani, 20 años atrás, en la conclusión de su extraordinaria Contraelviento. Cruces magníficos del arte, gráficos de la memoria y el sentido del teatro.


Tanto la crítica, de manera inmediata, como la creación, en un futuro cercano, darán cuenta de las huellas que la agrupación de Chile deja en el subsuelo de la escena nacional, a su paso de fuego por la Isla.

(Tomado de La Jiribilla)

Del teatro al cine (I)

Omar Valiño - desde Cuba
Fotos: Cortesía de Juan Carlos Cremata

Aunque lo parece, el título no indica la traslación de cada uno de nosotros, como espectadores, de los escenarios del XIII Festival de Teatro, el pasado noviembre, a los cines de la trigésimo primera edición del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano que nos convoca estos días. No. Quiero hablar de la creación a caballo entre teatro y cine, entre cine y teatro, de Juan Carlos Cremata, quien propone en las pantallas de La Habana El premio flaco, película basada en la obra homónima de Héctor Quintero. Pero antes de detenerme en ella en un próximo comentario, propongo revisar unas palabras mías a propósito del estreno en 2008, con su dirección y puesta en escena, de Frigidaire. Porque me van a servir para rastrear esa movilidad entre teatro y cine tan propia, y única entre nosotros, de Juan Carlos Cremata.


A fines de septiembre, casi bajo el ciclón, llegó el jolgorio de Frigidaire, de Copi. Quiero aportar aquí, con humildad, una contribución para su percepción estética. Esta nota no es, en modo alguno, una crítica. Por eso, faltarán aquí aspectos o renglones inevitables hasta en una reseña. Quiere ser, simplemente, una manifestación a favor de su entendimiento y su debate. Por cierto, que el debate es buen signo de vida en medio de los casi nulos del teatro cubano. Así como Frigidaire (Teatro El Público), elude la definición genérica, así nos presenta a su personaje protagónico. Un singular momento concepto-humorístico es aquel en que un personaje afirma sobre el protagonista que no es ni mujer ni maricón, en fin, que es una “degenerá” —degenerada, ergo, carente de género: en realidad una (auto) descripción del espectáculo y su modo de proceder.
En ese modo de proceder radica la clave para posicionarse frente al montaje. El espectáculo, pues, parte de una poética “degenerada” que hace de lo bajo, lo soez, lo incorrecto, lo vulgar su poética. Por eso, no cabe la acusación de irrespetuoso, no es dable describir la puesta desde la “falta de respeto” o el “exceso” si esos vectores son, en definitiva, los móviles, las maneras mismas, las bases de su poética, precisamente. Ello no es óbice para interpretar y enjuiciar —las grandes tareas de la crítica— Frigidaire. De hecho, cito términos utilizados por críticos, periodistas y especialistas en la polémica que desató, no solo a través de la palabra escrita, pero mi intención, más que disentir de otras apreciaciones, es la de aportar una recolocación de la mirada sobre la puesta.
Territorio de subgéneros —ya el prefijo acusa el nivel bajo frente a los grandes géneros— contiene el magma típico para la incomprensión, rechazo o menosprecio por parte de la alta cultura. Recuérdese que Los Van Van no son de la gran escena ¡Qué injusticia! Sirva el guiño, de paso, como homenaje personal a la orquesta de Juan Formell en sus inigualables 40 años de vida.
Frigidaire acude a una mezcla promiscua y vívida de tradiciones tanto universales, como de nuestras lecturas resultantes de aquellas. Léase vodevil, cabaret —no alemán sino de barrio, de esquina—, bufo y vernáculo cubanos, Alhambra y Shangai mezclados.


Esa promiscuidad no es acusadora, es de celebración carnavalesca, un jolgorio homenaje a parte de lo que somos por dentro y por fuera, de día y de noche, en la calle y en la casa, en la mesa y en la cama, en lo “oficial” y en lo privado. No quiero decir que todos somos así de manera escondida ni mucho menos; pero son los rasgos que, de la mano del grotesco y el choteo, nos pinta y por supuesto, nos critica ante el espejo de una imagen no realista, distorsionada a nivel estético, pero no incierta en cuanto a reconocernos a nosotros mismos en nuestros excesos. Como nos enseñó la fiesta, si cubana mejor, y nos ratificó teóricamente Bajtín, el comportamiento en el carnaval es raigalmente distinto al comportamiento cotidiano de los humanos, reglado por leyes y convenciones escritas y no escritas.
Un chiste “fuerte”, parece en efecto fuerte sobre el escenario si concierne a lo histórico, lo político, lo social o lo humano, pero lo usamos con frecuencia fuera de él. Esto siempre va a ser así, es parte consustancial del enigma humano ante el espejo; la diferencia estriba en que la estética de Frigidaire brinda el marco estético adecuado para la legitimidad de esa subida a escena de la mala palabra, lo soez y lo obsceno.
No quiero, sin embargo, dejar de valorar un “detalle”: el extraordinario desempeño de los actores Hugo Vargas y Waldo Franco. Sin la valiente caradura para tales desdoblamientos y la deslumbrante comprensión y ejecución de “una tradición” que no ha llegado hasta ellos de modo directo, pero que el río o el sedimento de la cultura hace aflorar en sus cuerpos y mentes, el espectáculo fuera otro o, sencillamente, no existiría.



Me dio la impresión, en la única, magnífica y última función de la temporada, a la que asistí, que el variopinto —en todo sentido— público entiende mejor este choteo con su cuota crítica y de celebración que los espectadores “hechos” o especializados. Entiendo que así como cambian los Frigidaires por los Haier nos despedimos de un tiempo, de todo tiempo, con una fiesta.
(Tomado de La Jiribilla)

martes, 1 de diciembre de 2009

Neva: arder en la ceniza

Omar Valiño - desde Cuba
Fotos: Pepe Murrieta

En un ritual cuyo carácter artístico no se oculta a nuestros ojos, Neva —texto y puesta en escena de Guillermo Calderón con su Teatro en el Blanco—, es una reconstrucción desde la nada. O casi. La arquitectura misma del TEATRO con mayúsculas, defendido desde las minúsculas de las paradojas del comediante. Como debe ser. Un triángulo de actores con vestuarios cenicientos sobre un pequeño cuadrilátero que se levanta unas pulgadas sobre el nivel del escenario nos hacen parteros, porque estamos allí viéndolos, de la resurrección del teatro. Apenas esos pobres, escasos elementos, apenas una luz débil que sale de la lámpara que imita los fuegos de la estufa donde calientan sus cuerpos porque afuera, en la ficción, hay treinta grados bajo cero. Porque la historia es lejana y distante: San Petesburgo en 1905 con las calles tomadas por la primera revolución rusa de ese año, aplastada luego por el Zar y tres actores que deben ensayar, dos de ellos, Aleko y Masha, por primera vez con Olga Knipper, la viuda del gran Antón Chéjov, fallecido seis meses antes.
Encerrados en su oficio, se disponen a ensayar, no recuerdo exactamente qué, porque además la revuelta en las calles y la posible implicación en ella de otros miembros de la compañía, les ha impedido llegar a sus colegas y, por tanto, a nuestros tres protagonistas, cumplir su cometido. Así, a la espera de esos otros que nunca llegarán, juegan, se provocan, repasan escenas antes aprendidas, conversan y discuten, sobre ellos, el teatro y Rusia, sobre el alma adentro, sobre la sangre afuera. Ese ensayo, continuamente interrumpido es Neva y yo supongo que, en su paralelismo brutal, es la vida misma, solo que de la mano del teatro, es decir, concentrada en humanidad, tiempo y espacio.

De esta manera, desfilan ante nosotros las obsesiones por el sexo, el goce, la vida, la muerte, el amor, la crueldad humana, las diferencias sociales, los límites filiales. Todos los grandes temas que han hecho el teatro, aquí resueltos sin traspasar la frontera de una extraña cotidianidad, de una extrañante naturalidad. Y con el equilibrio —verdadera alquimia, piedra filosofal del montaje— para oscilar entre realismo y teatralidad. Fórmula de colisión imperfecta, como el arte teatral mismo, entre verdad y artificio, el magma entre las placas tectónicas del teatro.
Vemos el escenario como espacio de invención en un sentido real donde, por ejemplo, se reconstruye con variantes la muerte de Chéjov. El juego a ensayar el teatro mismo, puesto que es siempre un ensayo, una prueba de una estructura ambivalente y con menor fijeza que la de otras artes, dota a Neva de un núcleo fortísimo, de unos cimientos que le permiten encarrilar una travesía sobre la vida o la muerte en sus sucesivas transfiguraciones. Cómo ocurrió esa muerte de Chéjov; cómo recuperar la infancia perdida; cómo poseer todo de Antón sin contradecir las normas morales de lo filial, para su hermana; cómo funciona un dulce monólogo de palabras de amor en el oído de una mujer necesitada de escucharlas, no importa si ciertas o falsas…
Ese juego entre la verdad y la mentira, entre ser y representar, es el “único” intersticio que cierra el actor con su presencia y es otra voluntad de Neva mostrar su poderío, su valor. Como auto respuesta a para qué sirve el teatro. El dueto de actrices, Trinidad González y Paula Zúñiga, y el actor Jorge Becker asumen los personajes de la “lejana” Neva. Lo hacen con tal hondura personal que, por supuesto, ellos también hablan de sus respectivas encarnaciones y de sí mismos. Lo hacen con tal derroche del oficio que la mixtura secular de técnicas no se ve por parte alguna. Lo hacen con tal eucaristía que la memoria los recordará siempre. Con ellos comprobamos, como otras escasas veces, que el teatro sirve para recuperar lo perdido y como una curación de ausencias, como un talismán ante el abismo.
Debajo de Neva, como el agua que corre bajo la capa de hielo del propio río que nombra el espectáculo, está Chéjov, fetiche y canon de la obra. Gran intermediario del paralelismo entre arte y vida: Chéjov y su poiesis desgajada entre el perenne sueño de sus personajes por otros horizontes y la inacción propia que le impide acometerlos. En esa distancia, primero que todo chejoviana, entre la palabra y el gesto —sobre la que trabajaron después Benjamin, Meyerhold y Brecht—, mi maestro Francisco López Sacha situó la gran piedra sobre la cual se alza del suelo el siglo XX teatral. Por el camino de la interpretación racional de esa distancia se arribó al teatro político y a Brecht. Por la senda de la interpretación irracional se llegó al absurdo y a Beckett. Ambas líneas se cruzan y se cierran en Neva un siglo después del tiempo ficcional en que ocurre, por eso Masha se lanzará al final desde el territorio del arte al de la realidad, salta del cuadrilátero que representa la base del arte al suelo, a la tierra.
El final será, justamente, el grito (strindbergiano, según Sacha) de Masha por romper ese encierro del oficio en la cárcel de lo personal que, de hecho, ha sido destrozado por la discusión, contestada sobre la escena, sobre el porqué del teatro. Puede que nada cambie, pero vale seguir soñando porque ese sueño tiene como destino encarnar la dimensión del arte como asidero y advertencia. La superposición de figuras geométricas desde ese suelo hasta el triángulo culminante de los actores es el viaje mismo del arte desde las raíces hasta las semillas que, entregadas nuevamente a la tierra, fertilizan e inician un nuevo ciclo. Nunca geometría, sin embargo, el teatro rompe el hechizo de lo efímero y fecunda con sus imágenes, verbos y acciones la historia. Tablón o puente entre el adentro y el afuera, entre lo individual y lo colectivo. Por eso Neva no es un espectáculo teatral, es mucho más, es un acto de fe. Un acto de sombras, de almas vivas ante la lumbre, ardiendo en la ceniza.
(Tomado de La Jiribilla)
Neva
Dramaturgia y Dirección: Guillermo Calderón
Actúan: Jorge Becker, Trinidad González y Paula Zúñiga

El general en el lecho fúnebre

Adys González de la Rosa - desde Buenos Aires



Cierta fascinación por los muertos atraviesa el imaginario político argentino en el teatro. Una de sus aristas es la evocación en escena de cuerpos cuya materialidad quedó escindida de la historia. Desde Eva Perón de Copi hasta obras actualmente en cartel como Perón en Caracas de Lamborghini o Muñequita o juremos con gloria morir, de Alejandro Tantanian. Se trata de obras que dialogan con Vidé/La cinta fija de Vicente Muleiro, dirigida por Norman Briski.
Este espectáculo trabaja en la composición de Jorge Rafael Videla. Plantea un retrato que ubica en primer plano tanto la intimidad como las divagaciones del dictador con respecto a su funeral. La obsesión de un hombre por la posteridad y los arreglos para su muerte develan un plano personal, no biográfico, del genocida.
Y para eso, la obra conjuga sueños, breves situaciones domésticas junto a documentos periodísticos que arman el universo del personaje, Lo hace con relación a su familia pero fundamentalmente, su vínculo con la iglesia y la institución castrense; instancias que le otorgan el único código que rige su vida.
El público se distribuye de manera bifrontal a la escena. La puesta utiliza todo el espacio de la sala, a modo de pasarela y aprovecha la cercanía con el espectador. Allí, se instalan Vidé (Marcelo D´Andrea) y Biondi (Marcelo Mazzarelo), un cómico que lo asiste en su deseo de ser un “muerto digno”. La puesta despliega múltiples niveles de lectura a partir de la composición del dictador. Concreta una extraña comicidad, evitando la parodia, como elemento clave para entender al personaje.


La actuación se basa esencialmente en un despliegue físico, sobre todo en la interpretación de las microescenas (sueños, recuerdos) que se desarrollan en diferentes lugares del espacio. Los actores cambian de vestuario constantemente, mudan las capas que los cubren. Vidé empieza con ropa deportiva, sobre la que va incorporando, junto con su ascensión militar, sus uniformes hasta terminar en el camisón del lecho fúnebre. Mientras que Biondi ocupa los roles de maestra, cadete, párroco, periodista...
La escenografía es mínima, con predominio de grises, y contrastes de blanco y negro, el retrato, el ataúd, la bandera argentina gris, la cinta fija sobre la que se entrena Vidé hasta desfallecer. Sólo por momentos aparecen pequeños detalles de color como la alfombra roja o El gauchito del Mundial 78.


Mientras que el texto desarrolla una estructura fragmentaria, con saltos y quiebres en la unidad. Incorpora fragmentos del discurso de Videla en la inauguración del Mundial, donde el juego con la palabra y la repetición a veces enriquece o desfigura la locución, como si las ideas se escaparan y dejaran ver la mueca escondida, la traición de un pensamiento que en sus fisuras discursivas devela sus más crudas verdades.

(Publicado en Revista Ñ, 5 de septiembre de 2009)
Vidé La cinta fija
Dramaturgia: Vicente Muleiro
Actúan: Marcelo D´Andrea y Marcelo Mazzarello
Dirección Norman Briski

miércoles, 20 de mayo de 2009

Los Coleman desde España


Abel González Melo - desde España
Una dramaturgia es una familia. La que alguien se crea, a la que pertenece. Uno hace las veces de espectador pero en realidad sabe que debe asumir el riesgo y enfermarse y claudicar junto a ellos. Los Coleman entienden muy bien cuáles son sus estrategias para desintegrarse, las apresuran como si el laboratorio de los nexos intestinos, sus reiteradas reelaboraciones, les impidiesen pensar serenamente en lo que ocurre. Por eso abren la puerta, aceptan el corte transversal en un ángulo de la casa (que es la vida) y evitan caer en la desesperación o el abandono mediante una alucinada sucesión de respuestas, de silencios, de actividades. El hundimiento lo han superado ya, no aguardan redención posible, se han adaptado. Para sobrevivir sólo queda la omisión. La presencia de la obra de Claudio Tolcachir en el 22 Festival Iberoamericano de Teatro de Cádiz, en octubre de 2007, dejó al público estupefacto y triste. Los antiguos mecanismos de la identificación sensible se reactivan en La omisión de la familia Coleman a partir de una estudiada plataforma de situaciones y un sistema de caracteres que rubrican las esencias de un “teatro verdad”. El texto deviene apretada recomposición de dinámicas habituales, enfoque puntual que concentra los comportamientos de ocho individuos y los lanza a un abismo revulsivo y feroz. La síntesis del cotidiano activa un reordenamiento de las conductas personales y da cabida a la mejor particularización posible en cada caso: de la intimidad del individuo, profundamente diseccionada, hacia un debate social donde la familia-caos es mínima célula de la sociedad-caos. La nueva dramaturgia argentina, heredera de las ricas paradojas nacionales pero sobre todo de una apropiación inteligente de las escrituras europeas, se encuentra hoy entre las más aclamadas y exitosas del mundo entero. Los textos de Rafael Spregelburd y Daniel Veronese son portentosas elucubraciones dramáticas, inquietas metáforas que evalúan con riesgo, tino y actualidad los ángulos del hombre de ahora mismo: si a ello se suma la labor de ambos como directores escénicos, en muchas ocasiones de sus propias obras, el círculo se cierra y enseña un teatro total, experiencias donde palabra y acción escénica edifican brillantes poéticas. Dentro de su tradición, mas con una independencia cualificada por lo minucioso y específico de sus intereses como dramaturgo, Tolcachir consigue un atractivo mapa argumental. Sin pretender una politización a ultranza en términos contextuales, su historia se centra en el dilema del núcleo familiar y otorga a sus personajes múltiples aristas de lectura: tanto es la Argentina de hoy, como Madrid, como La Habana en que vivo. El espacio-continente de la fábula no necesita estar absolutamente precisado (aunque quizás sólo al trabajar con motivaciones concretas del sujeto argentino, con la piel y la sangre de sus actores y las retroalimentaciones con su medio, el autor atisba las cotas de verosimilitud apreciadas en el espectáculo).


La mayor virtud textual se halla en la alternancia de las regiones de silencio y los diálogos incisivos, cortantes y precisos. Los personajes dan informaciones repentinas que de inmediato uno logra ubicar dentro de sus biografías, cómodamente urdidas en el entramado dialógico y, en gran escala, entendidas desde las perspectivas combinadas que en la escena convergen. Todos son revisados y evaluados por todos. Pareciera existir un derecho estandarizado de inmiscuirse, de opinar, de acotar un comentario que puede transformar sin recato el punto de vista con que se ha asumido la importancia de alguno de los roles. Y así el paisaje se deslíe constantemente y no permite prefijar pautas, ni acusar de bondad o deterioro, ni establecer concepciones demasiado rígidas sobre un personaje que a lo mejor es muy ingenuo y pasa por ladino u otro que es temible y pasa por tímido. Los detalles omitidos, las partes incompletas u ocultas de la fragua familiar, van tornándose el centro motor que capta y mantiene en vilo la atención del espectador. Se ajustan las tensiones interpersonales y ello “desajusta” la percepción. Crea en el auditorio una situación agónica, una incomodidad, un sofoco ante lo no dicho que es la mayor carta de triunfo de una estructura dramática que sostiene el ritmo en las miradas e intenciones y que con igual ahínco toca fondo y altura conmovedoramente. El autor muestra la cuerda, permite tocarla, anuncia el ahorcamiento. No recompondré aquí la historia. Creo que La omisión de la familia Coleman es un excelente tratado sobre conducta. Las miserias humanas adquieren rango de hábito y se sistematiza el egoísmo como elemento distintivo de la armazón familiar. A la par que testimonio vivo de ocho intérpretes en el escenario, el texto puede ser leído y analizado en la soledad de una habitación y ello ofrecerá un margen de valoración independiente de la imagen escénica elaborada por Teatro Timbre 4 bajo la dirección del propio Tolcachir. Lo que ocurre es que su concepción de la palabra en el espacio y el tiempo, la urdimbre de acuerdos sicológicos a que llega con sus actores, y el entramado energético que dimensiona la anécdota durante la representación, son tan extraordinarios, que una vez concluida la función ya es imposible separar el libreto de la dimensión teatral que se ha verificado. Y es que Claudio Tolcachir es muy inteligente, sabe de sobra lo que quiere y cómo lo enfrentará.


Quizás de nada estaríamos hablando si no fuese por el excelente equipo de actores que asumen el montaje, dirigidos por Tolcachir hasta que adquieren una exactitud monumental, casi un imperio de perfección dinámica. De la labor del conjunto es inevitable destacar el trabajo de la simultaneidad de acciones, la dignidad con que están “presentes” en escena, el sentido en cada intérprete de aquella “soledad pública” que tanto valoró la academia rusa. Y es que el estilo, la marca de la actuación, la persecución de una verdad del cotidiano y sobre todo la indagación en cómo transformar esta en una verdad teatral que no quede atrofiada por las “normas de la representación”, hacen del método de estos actores, deglutido por cada uno de ellos, una escuela viva y esencial que descuella ante cualquier regionalismo. La Abuela, alrededor de quien se nuclean varios enfrentamientos, es defendida con entereza por Ellen Wolf, actriz de larga trayectoria, en una sólida y completa caracterización, simpática y dolorosa a un tiempo. Meme, la madre, es en el cuerpo de Miriam Odorico un amasijo extraño de infantilismo y angustia, desesperante y tímida, con todo el laberinto psicológico que su delirio prohíja. Inda Lavalle logra una Verónica contrastante con el resto de los miembros de la familia, dura y superficial en un inicio pero con mil heridas y develando cuantiosas objeciones a su modelo de estabilidad, al estatus que ha alcanzado. El trabajo femenino que más me emociona es el de Tamara Kiper, cuya agitada Gabi se debate entre el sacrificio que representa ser tal vez el único sostén de la casa y ni siquiera tener fuerzas u oportunidades suficientes para ello, y la extirpación o corrimiento de su vida íntima justo a causa de aquellos imperativos: la joven actriz privilegia una u otra región alternadamente, y dibuja un carácter extrañamente arisco y tierno. A cargo de Lautaro Perotti corre la más compleja psicología de la obra: Marito, cuya mentalidad, embotada o torpe, es más lúcida y develadora que la del resto. El actor, respondiendo a obsesiones primarias, arma un rol redondo sin excesos ni tipificaciones exageradas, unifica su comportamiento gracias a una relación poderosa entre sus acciones físicas y su trayectoria interna, y se erige, gracias a su cuidado desempeño, en doloroso símbolo de los tiempos que corren. Diego Faturos, a partir del silencio, las miradas y la personalidad escéptica de Damián, va exigiendo del público la más atenta de las percepciones: construye a un muchacho enigmático, ácido, que habla como por pedazos y su proyecto de escape o vida resulta uno de los misterios más atractivos de la historia. Gonzalo Ruiz introduce un tono optimista en la representación, maneja con mesura las transiciones y reacciona con ímpetu, fuerza y verdad en su Hernán. El Médico de Jorge Castaño es, desde sus apariciones incidentales, un punto de interés que revuelve el conflicto, esto debido a su insistencia por guiar, averiguar, introducirse en la familia, y a la vez resulta ambiguo y medular en el curso de la acción.


Una planta escénica casi inamovible, donde todo está mostrado desde el inicio y apenas algún elemento se transforma para significar el cambio de set (de la casa al hospital donde la Abuela será ingresada, siempre espacios interiores), es iluminado con eficacia por Omar Possemato. La banda sonora es casi en la totalidad del espectáculo las voces de los actores, sus discusiones, sus encontronazos: una polifonía de timbres conjugada magistralmente a lo largo de cien minutos de conmoción y garra. La omisión de la familia Coleman, en el momento que vivimos, filtra los más arriesgados experimentos que en materia dramatúrgica se desenvuelven en el mundo, y emparentada con las grandes epopeyas familiares que el teatro contemporáneo lega (recuerdo mi impacto reciente ante una espléndida función de On the Shore of the Wide World de Simon Stephens, en el National Theatre de Londres), se desarrolla con autenticidad, hablando a la Argentina de hoy y a todos los que, para nuestra vergüenza o agrado, tenemos un Coleman adentro. El atentado es claro. No hay que estar alegre al final de la obra. No hay que desdeñar el pesimismo con que de pronto estos ocho personajes persiguen salvarse, solucionar sus problemas y se descubren incapaces, locos por la inmediatez y por la fuga. Las evasiones de todos, expuestas de disímiles formas, procuran saltar la perentoria existencia. Pero algo está arrancado para siempre del interior de ellos. Algo que los ha obligado falsamente, espejismo de la miseria, a llevar un apellido que no poseen, a buscarse la vida de un modo equívoco, a omitir la ausencia del padre y de otras tantas cosas que un día, por azar, consiguen hacer feliz a una persona.

La omisión de la familia Coleman
Dramaturgia: Claudio Tolcachir
Actúan: Jorge Castaño, Araceli Dvoskin, Diego Faturos, Tamara Kiper, Inda Lavalle, Miriam Odorico, Lautaro Perotti, Gonzalo Ruiz
Asistencia de dirección: Gonzalo Ruiz, Macarena Trigo
Dirección: Claudio Tolcachir

domingo, 17 de mayo de 2009

La canción de María


Adys González de la Rosa - desde Buenos Aires

Loca,
¿qué saben lo que siento,
ni qué remordimiento
se oculta en mi interior?

Sus movimientos precisos, su manera de crecer como una gran diva, volverse gigante sobre su máquina de coser, cantar como Libertad Lamarque, con una voz que estremece, o quedarse encorvada, insignificante, casi como una sombra, la gris costurera que permanece en silencio con los labios apretados sujetando los alfileres… Imágenes fuertes que impactan en Nada del amor me produce envidia, texto de Santiago Loza, dirigido por Diego Lerman y magistralmente actuado por María Merlino. Partió de la actriz la idea de organizar este material unido a su deseo de interpretar y cantar a Libertad Lamarque. Como ella, se vino de la provincia a Capital y pasó gran parte de su infancia escuchando radioteatros, esto resulta, junto al tango, referente importante de la puesta.
Las frustraciones y anhelos de una mujer que ha pasado su vida cosiendo, metida en su taller sin ventanas, admirando y cantando a Libertad Lamarque, “la novia de América”, se nos revela desde las esencias del alma femenina, finamente bordadas en escena. La contención de tantos años en los que la costurera ha sufrido la ausencia del amor o más bien vivido “un amor sin hombre”, la única presencia y compañía de su maniquí como interlocutor y su máquina Singer como espacio de realización, todo se rompe y desborda a partir del momento en que recibe una tela única. El sólo roce despierta el tacto y extiende el disfrute de la palma de la mano al resto del cuerpo, merece un vestido también único y no por casualidad pertenece a esa única mujer que ha venerado toda la vida. Es así que aparece en su taller Libertad, “la que le dio el tortazo a Evita”, pero como si esto fuera poco, también llega hasta su cuarto, atraída por su fama o simple casualidad, Eva Duarte. Ambas mujeres, destinadas al enfrentamiento, desean el mismo vestido y es ahora que la decisión está en sus manos, es el momento de determinar sobre “las grandes”, se siente poderosa y a la vez no sabe qué hacer “al fin y al cabo todos esperamos una vida para decidir cosas como estas y cuando ocurren no estamos preparados… como si el cuerpo se resistiera y doliera… y el único deseo que existe es que todo pase y todo vuelva a ser como antes… igual… con mi yo diluido y todo”. Entonces estalla el desenfreno y canta “Loca” y el fuego todo lo consume.


Este es uno de esos trabajos en que el engranaje es perfecto. Se admira la escueta escenografía, la iluminación exacta, el diseño de vestuario que acompaña la inhibición y explosión del personaje, la selección musical y la dirección puntual. Elementos todos que se condensan y engrandecen en la actuación de María Merlino, quien explota en sus justas dimensiones los códigos del melodrama. El reducido espacio de representación y la cercanía nos obliga a concentrarnos en el movimiento de sus manos, en las sombras que se proyectan en la pared como los fantasmas de Eva y Libertad. Las canciones de los años 30, interpretadas mayormente a capella con su inusual timbre, nos remiten claramente la época.
Nada del amor me produce envidia es un vestido de delicadas telas, cuidadosamente confeccionado, puntada a puntada, por las manos de un equipo y sin lugar a dudas, muy bien exhibido por Merlino, que gradualmente y sin excesos deja de ser la gris costurera y se convierte en la estrella de la noche, “no había una costurera de barrio disfrazada, no, lo que veía era una reina enloquecida…”


Nada del amor me produce Envidia
Autor: Santiago Loza
Dirección: Diego Lerman
Actriz: María Merlino

Dirección musical: Sandra Baylac
Escenografía: Silvana Lacarra
Iluminación: Fernando Balcells
Vestidores: Guido Lapadula

Una mirada sobre el totalitarismo


Juan Martins - Venezuela

Esta pieza, Ruido de piedras, representa un lugar en el teatro político venezolano, en tanto que denuncia a los regímenes totalitarios. Esto lo sabemos de una gran parte del teatro latinoamericano: Juan Palmieri de Antonio Larreta (Premio Casa de las Américas, 1972) es una pieza emblemática en este sentido. En esta, el discurso político toma lugar en la estructura de los diálogos. Es decir, los personajes tienen una relación más histórica, épica, si se quiere, en el que ese discurso sólo se desplaza ya sobre esos niveles. En esta pieza en cuestión, escrita por Johnny Gavlovski, los personajes están condicionados por las mismas razones históricas, pero también por aquellas que responden al entorno psicológico de sus personajes que son a su vez sujetos de esa misma historia. Los personajes aquí tienen motivaciones físicas, en consecuencia, históricas que se aferran a la praxis tanto de aquellos personajes que hacen de víctimas como de victimarios. Praxis entendida como ejercicio violento de la historia la cual se mueve mediante los individuos que participan: la relación del sujeto con la sociedad y cómo puede este, el sujeto, determinar cierta energía sobre la realidad: la muerte y violación de otros seres humanos por sustentar el poder de uno otros minoritarios. Detengámonos un momento acá: ese individuo-personaje está contenido en su propio inconsciente dinámico. Según entiendo –y quiero conocer– este individuo ejerce su acción junto con su movimiento, desde su psiques, desde su inconsciente. Y la violencia de los individuos se ejerce a partir de ese territorio de sus mentes: la crueldad se mentaliza en el individuo antes de que se materialice en las graves consecuencias de la historia. De allí el carácter ideológico de los regímenes totalitarios.

Si queremos hacer un aparte en la dramaturgia de Johnny Gavlovski habrá que leer desde varias perspectivas el teatro de este autor. Ruido de piedras, representa esa continuidad de un teatro que sostiene la denuncia de la violencia desde ese componente psicológico. Pero tenemos que sostener que esta pieza no “es un teatro psicológico”, sino que se mantiene en la acción, en los acontecimientos de la esa acción dramática. Esto quiere decir que el relato teatral no nos hace perder el tiempo, en nuestra condición de lectores-espectadores, en conjeturas –que pueden ser, y lo son, interesantes– de carácter exclusivamente psicológicas, por consecuencia, lo psicológico sólo es parte de esa esfera del conocimiento que adquiere su dinámica entre lo consciente y lo inconsciente, en tanto a la estructura del discurso dramático. Utilizando el término del inconsciente en el mejor sentido hermenéutico de la palabra: la aptitud del ser humano y cómo funciona esta en el eje de la violencia: en qué lugar de nuestra personalidad se da a lugar el sentido de la violencia. No quiero aquí hacer limitaciones del discurso psicológico ni tampoco es el objetivo de esta interpretación que hago del espectáculo. Sí me gustaría, en cambio, subrayar el aspecto emocional de esta obra. Esos aspectos emocionales me conducen y me trasladan a cierto nivel de la angustia que se establece en el discurso dramático. Y quiero decir que la angustia funcionó como un hilo de tensión entre “mi mirada” y el espacio escénico: sabía que se estaba llevando a cabo una representación, pero mi lado del inconsciente se relaciona con aquel lugar histórico de la violencia. Cuando veo a los personajes, veo, además, la figura que tengo de la violencia, de la representación, incluso, actoral. El actor (los actores y las actrices interpretan semiológicamente este sentido del texto dramático) se identifica emocionalmente, pero él no olvida que está representando, que está ficcionando ese lugar de la emoción. Su director lo conduce por medio de la puesta en escena. El espacio teatral se da a lugar en ese juego de la víctima-victimario: un espacio escénico abierto y de altas paredes, lo cual quería figurar en el espectador aquella simbolización de cualquier forma de poder totalitario: del modelo de poder que ejerce la violencia como mecanismo de permanencia y de deshumanización. En este sentido nos encontramos, por parte de su director Ives Bitton, con una puesta en escena coherente con esta propuesta: limpia y definitoria de esos signos. El espacio físico es signo en sí: denota el abstracto lugar del sujeto: de su mente. Como si la mente fuese un vacío en blanco susceptible a cualquier aberración y desorden: la violencia es una aberración presente y aquí se representa desde ese signo.Las actuaciones (en esta producción del grupo Jeff Levy) se conducen desde ese lugar de las emociones: de la angustia. Sucede que en no en todos los actores/actrices se alcanza ese tratamiento orgánico que exige esta representación de la emoción. Sí encuentro esa relación orgánica en Gustavo Adolfo Ruiz (Crate) quien la establece con el discurso de la pieza. Un tanto lo exige, sobre esos niveles, Glenn Braning (Rizzo), otorgan la interpretación necesaria para constituir la representación, acompañados de la actriz Martha Ostos (Alicia) quien organiza ese nivel interpretativo en la actuación. Y cuando digo interpretativo quiero decir como el actor/actriz lograron interpretar los signos que tienen el texto dramático de manera que se arregle la actuación en el mismo nivel del discurso: representación/interpretación funcionando para el espectador, funcionando en forma física de aquella angustia a que se da lugar. La angustia funciona como expectativa. Es un vínculo emocional que nos sostiene en la butaca y de alguna manera nos compromete con esa emoción hasta el final del espectáculo. Sin esta interpretación semiológica del texto dramático cualquier representación se vería limitada en la comprensión del teatro de Gavlovski. En esa dimensión de la emoción se introduce en particular esta pieza. No es exclusivamente psicológica, como señalaba anteriormente, porque todo se instrumenta en el ritmo de los diálogos. Lo que significa que el autor está muy consciente de la escritura teatral. De su ejercicio como hecho estético. Sobre ese hecho estético estamos ante uno de los dramaturgos más destacados de este país. Lo cual se sostiene en el ritmo, la estructura y el lugar que le da al conflicto: cómo compone escrituralmente la formalidad del lenguaje que permite entender que la pieza se sostiene más desde la realidad del ejercicio teatral que desde lo psicológico. Insisto, se sostiene desde la composición escritural. Esto nos puede explicar cómo su dramaturgia se identifica con lo mejor de lo producido en este teatro de denuncia en Latinoamérica. Esas coincidencias no son casuales, más bien, nos dice de este dramaturgo comprometido con su discurso y con el oficio.

Ruido de piedras
Dramaturgia: Johnny Gavloski
Puesta en escena: Ives BittonProducción: José Manuel Ascensao
Actores: John Dinan, Juan Rajbe, Carolina Martínez, Martha Osto, Gustavo Adolfo Ruiz, Cralos Clemares, Levi Zielinsky, Glenn Brenning, Ángel Bajares, Enith Pulido y Carlos Rincones

Tras la burla del espacio

Juan Martins- Venezuela

La experiencia teatral se dispone en una relación con el espacio teatral, entendiendo que en este la representación actoral define la conceptualización de la obra. Lo sabemos. En la Sala Río Teatro Caribe de San Bernardino el grupo Guarro Teatro presentó El burlador de Sevilla y el convidado de piedra bajo la dirección de Casandra Indriago. Se nos presentó con un trabajo arriesgado en el que el espacio es sustituido por la fragmentación escénica: ritmos, cadencia, improvisación dan a lugar el nivel de ese riesgo.No quiere decir que este discurso se nos defina. Al contrario, es un proceso en construcción, el espacio se nos hace desde un componente, si se me permite el término, en «costructo»: todo se nos desarrolla en el lugar, en el momento en que el espectador se encuentra con las dos horas del espectáculo. No sabemos por qué un clásico como este de Tirso de Molina se nos convierte en divertimento, si acaso tengo que considerar que se sostuvo en el espectador durante las dos horas, me produce gracia en el habla, en la modalidad de la actuación, en la concepción del gesto actoral. Poco importó la progresión dramática (considerando la complejidad de la sintaxis del relato teatral) para el placer del espectador. Interesó, en cambio, el ritmo de la pieza que pudo sostenerse, como decía, rompiendo con aquella forma de lo clásico: iniciación-centro-desenlace. Con todo, así quiso arriesgarse su autora escénica mediante la ruptura del lenguaje teatral. No es la primera vez, pero nos resulta interesante explorar, incluso, teóricamente estas posibilidades.El riesgo estaba dado, pero el riesgo por sí solo no es suficiente. Se requiere de dominio escénico y de cuáles son aquellas condiciones teatrales que lo exige. Pero lo que encuentro atractivo es la posibilidad de poner al teatro en otro nivel de la discusión, al buscar otros sucesos de la representación en el que predominaba la relación expresionista de los personajes y la utilización del espacio hasta niveles bizarros de su instrumentación: todo se nos hacía abrupto, pero condicionaba nuestras emociones. El propósito casi agresivo de esa ruptura se nos hizo placentero y de allí su percepción del teatro como proceso hacia un «laboratorio teatral». Y esto es ya decir bastante. En ese sentido nos encontramos con lo novedoso, con la experiencia de valorar otras posibilidades de (re)crear el espacio escénico. Esta joven directora tendrá muchas posibilidades en la medida que alcance entender que la obra se le hace proceso. Una experiencia interesante para su crecimiento estético, sus hallazgos son proporcionales al rigor que le confiera a esa búsqueda. Y pienso que la crítica tiene mucha responsabilidad en sensibilizar y condicionar esa discusión en el teatro venezolano.

Vigilia de box


Juan José Santillán-Buenos Aires

El debut como director de Eduardo Pérez Winter, 42cm, propone sumergirse en la vigilia de un boxeador tras la derrota. En esa noche blanca, luego de una frustante pelea cargada de versiones sobre el KO, Federico Sousa resiste tanto el sueño como los dolores de su cuerpo, acompañado por Dora y el médico Siqueiros.Este planteo inicial, delinea un efecto de actuación que interviene el espacio y la temporalidad a través de movimientos centrífugos. En la obra, al igual que Solos de Alejandro Catalán –Pérez Winer estudió con él y participó del ciclo– es determintante el impacto sensorial que producen los actores. El texto es un accesorio y no un determinante; la actuación, es el verdadero dínamo del espectáculo: se genera y regenera en su propio devenir.Por eso, 42 cm más que una linealidad narrativa, explora la trama que borra el límite entre lo real y el sinsentido producido en el cuerpo por la fatiga y los golpes. En esa zona, entonces, trabajan los actores: Francisco Egido, Laura Gonzalez Miedan y Toni Ruiz. Y pese a ciertas recaídas del procedimiento –la exigencia de recursos actorales para este tipo de trabajos es muy alta– la puesta traslada al pequeño cuarto el extrañamiento de una siniestra secuencia onírica.42cm es un espectáculo de cámara, ingeniosamente montado en el pequeño cuarto de una antigua casa de Balvanera. El soporte es una tarima de madera, que emula sólo un ángulo del ring. En ese espacio, donde entran quince o veinte personas, es rotunda la cercanía con el boxeador y su ámbito de acción anclado en la década del cincuenta.Sin embargo, ese imaginario de época tanto en el interior del cuarto, como en un posible afuera, es rotundamente distorsionado. Winer toma sólo los actores como superficie de una serie de excusas que tensionan la sensorialidad del espectador. Y al concluir la obra, al igual que el abigarrado Sousa, uno se pregunta de dónde salieron los golpes que por momentos nos movieron el piso.

42 cm
Dramaturgia y dirección: Eduardo Pérez Winter
Toni Ruiz (Federico el Toro Sousa)
Laura González Miedan (Dora, dueña del gimnasio)
Francisco Egido (doctor Francisco Siqueiros)

La historia de un intento absurdo

Adys González de la Rosa - desde Buenos Aires

Una ciudad superpoblada, reventando de oficinas y personas que dedican sus vidas a ella o al menos allí transcurre gran parte de las mismas. Gente con la que coincidimos cada día y de la que no sabemos nada, con las que no compartimos nada. Cómo sorprende descubrir lo que hay detrás de cada una de estos “grises” personajes. Una empresa más que se entrega a la modernización de su tecnología y olvida en el tercer cuerpo del edificio a su antiguo departamento de distribución de cartas y correspondencia, caducado ya con la aparición del correo electrónico. La crisis de una pareja que se cruza y un punto de coincidencia en el que todo estalla. Tercer cuerpo (la historia de un intento absurdo), de Claudio Tolcachir, nos habla de la cotidianidad, de la vida que pasa sin grandes sucesos, de personajes que intentan cambiar su situación todo el tiempo pero no lo consiguen, se hunden y se hunden a cada paso. Todo esto suena muy trágico, sin embargo en la obra está tratado con humor, simpatía, inteligencia. El espectador ríe aunque en el aplauso final, sucede que estás tan emocionado, de qué te ríes, de qué has estado riendo, ¿de la desgracia de la vida cotidiana?, ¿de tu desconocimiento y desinterés por el que te rodea?, ¿de la deshumanización de la ciudad?, ¿de la sociedad en la que vives? Es angustioso el camino que recorren sin lograr nada, porque nunca se entregan, lo intentan, la pregunta que se repite tras cada fracaso: ¿Cómo hace la gente?El espacio multifuncional, la esquina de una habitación amueblada, creada por Gonzalo Córdoba Estévez, en la que se mueven cinco personajes y que es a la vez oficina, casa, consultorio, restaurante o discoteca gay. Sin mover un elemento, cruzando perspectivas o superponiendo planos, da la sensación de habitar cada uno de estos sitios. La fuerza del trío Ana Garibaldi (Sandra) que encabeza y arrastra la acción, José María Marcos (Héctor) y de Daniela Pal (Moni) logran momentos verdaderamente simpáticos, manejan con virtuosismo las pausas y los silencios. Desde afuera está el conflicto de dos jóvenes que no saben quererse, al menos no de una manera noble. Magdalena Grondona (Sofía) y Hernán Grinstein (Manuel) protagonizan una historia de amor angustiosa con toques muy dramáticos pero mesurados y que intervienen y coinciden en un punto clímax. Destacaría, además, como detonante de esta tensión el excelente diseño de la iluminación de Omar Possemato, la lámpara que titila, las semipenumbras, hasta el oscuro total.Sin dudas, Tercer cuerpo habla de la soledad de Buenos Aires y de todas las ciudades del mundo, del estar solo en la compañía, de rumiar nuestros fracasos y seguir viviendo, buscando la fórmula de “la gente” para que todo “funcione”.

Tercer cuerpo (la historia de un intento absurdo)
Dirección: Claudio Tolcachir
Intérpretes: Ana Garibaldi, José María Marcos, Daniela Pal, Magdalena Grondona, Hernán Grinstein

Acerca de Visiones de la Cubanosofía

Juan José Santillán- desde Guayaquil
En el vasto territorio de una memoria esencial, escrita como reflejo del cuerpo, se sumerge la última creación de El Ciervo Encantado, dirigido por Nelda Castillo. Visiones de la cubanosofía, irradia una teatralidad tan extrema como compleja en el recorrido sobre la identidad cubana.La obra entabla una convención con el espectador que exige un entramado de asociaciones y localismos. Pero también produce secuencias e imágenes que atraviesan radicalmente el sentido. En todo caso, el asunto no es la perfección de lo decodificado, sino la resonancia en el público de esas ruinas de identidades, espacios y destierros presentadas por el grupo.El espectáculo no construye una linealidad ni un despliegue de personajes; es atravesado por motivos. Desde allí articula contrastes que definen las situaciones. Los intérpretes –Lorelis Amores, Mariela Brito y Eduardo Martínez-- evocan, con potentes y precisas actuaciones, figuras anquilosadas en su significado y resonancia. Evocar, será en Visiones… dislocar aquello que ha sido manoseado por los clichés del “ser nacional”.De allí, un José Martí agotado que merodea como presencia y no emite palabra; la Virgen de la Caridad y su dualidad “el conquistador”; Ochún, reina de la fritanga, derruida y en trance. Estas figuras, entre otras, accionan sobre un dispositivo de andamios.La escenografía evoca esa estática milagrosa que sostiene los edificios de La Habana y otras ciudades cubanas. Mientras que los textos, salvo José Martí y Reynaldo Arenas, son escrituras periféricas, casi desconocidas en Cuba. Allí, el lugar de Alfonso Bernal del Riesgo –autor del ensayo que da título a la obra-- y Severo Sarduy.Sin embargo, el texto es excusa para confrontar los sentidos del espectador. Desgarradoras secuencias, por ejemplo, donde un intelectual intenta ponerse en pie y escribir a máquina las calles de la Habana Vieja: “Amargura-Soledad-Lealtad”. Y ese acto de permanecer y resignificar lo conocido es, como el adiós a la isla, un acto de pujanza doloroso.

Visiones de la Cubanosofía
Grupo: El Ciervo Encantado (Cuba)
Dirección: Nelda Castillo
Intérpretes: Lorelis Amores, Mariela Brito y Eduardo Martínez
La obra formó parte del 11° Festival Internacional de Artes Escénicas de Guayaquil. Septiembre de 2008.