martes, 1 de diciembre de 2009

Neva: arder en la ceniza

Omar Valiño - desde Cuba
Fotos: Pepe Murrieta

En un ritual cuyo carácter artístico no se oculta a nuestros ojos, Neva —texto y puesta en escena de Guillermo Calderón con su Teatro en el Blanco—, es una reconstrucción desde la nada. O casi. La arquitectura misma del TEATRO con mayúsculas, defendido desde las minúsculas de las paradojas del comediante. Como debe ser. Un triángulo de actores con vestuarios cenicientos sobre un pequeño cuadrilátero que se levanta unas pulgadas sobre el nivel del escenario nos hacen parteros, porque estamos allí viéndolos, de la resurrección del teatro. Apenas esos pobres, escasos elementos, apenas una luz débil que sale de la lámpara que imita los fuegos de la estufa donde calientan sus cuerpos porque afuera, en la ficción, hay treinta grados bajo cero. Porque la historia es lejana y distante: San Petesburgo en 1905 con las calles tomadas por la primera revolución rusa de ese año, aplastada luego por el Zar y tres actores que deben ensayar, dos de ellos, Aleko y Masha, por primera vez con Olga Knipper, la viuda del gran Antón Chéjov, fallecido seis meses antes.
Encerrados en su oficio, se disponen a ensayar, no recuerdo exactamente qué, porque además la revuelta en las calles y la posible implicación en ella de otros miembros de la compañía, les ha impedido llegar a sus colegas y, por tanto, a nuestros tres protagonistas, cumplir su cometido. Así, a la espera de esos otros que nunca llegarán, juegan, se provocan, repasan escenas antes aprendidas, conversan y discuten, sobre ellos, el teatro y Rusia, sobre el alma adentro, sobre la sangre afuera. Ese ensayo, continuamente interrumpido es Neva y yo supongo que, en su paralelismo brutal, es la vida misma, solo que de la mano del teatro, es decir, concentrada en humanidad, tiempo y espacio.

De esta manera, desfilan ante nosotros las obsesiones por el sexo, el goce, la vida, la muerte, el amor, la crueldad humana, las diferencias sociales, los límites filiales. Todos los grandes temas que han hecho el teatro, aquí resueltos sin traspasar la frontera de una extraña cotidianidad, de una extrañante naturalidad. Y con el equilibrio —verdadera alquimia, piedra filosofal del montaje— para oscilar entre realismo y teatralidad. Fórmula de colisión imperfecta, como el arte teatral mismo, entre verdad y artificio, el magma entre las placas tectónicas del teatro.
Vemos el escenario como espacio de invención en un sentido real donde, por ejemplo, se reconstruye con variantes la muerte de Chéjov. El juego a ensayar el teatro mismo, puesto que es siempre un ensayo, una prueba de una estructura ambivalente y con menor fijeza que la de otras artes, dota a Neva de un núcleo fortísimo, de unos cimientos que le permiten encarrilar una travesía sobre la vida o la muerte en sus sucesivas transfiguraciones. Cómo ocurrió esa muerte de Chéjov; cómo recuperar la infancia perdida; cómo poseer todo de Antón sin contradecir las normas morales de lo filial, para su hermana; cómo funciona un dulce monólogo de palabras de amor en el oído de una mujer necesitada de escucharlas, no importa si ciertas o falsas…
Ese juego entre la verdad y la mentira, entre ser y representar, es el “único” intersticio que cierra el actor con su presencia y es otra voluntad de Neva mostrar su poderío, su valor. Como auto respuesta a para qué sirve el teatro. El dueto de actrices, Trinidad González y Paula Zúñiga, y el actor Jorge Becker asumen los personajes de la “lejana” Neva. Lo hacen con tal hondura personal que, por supuesto, ellos también hablan de sus respectivas encarnaciones y de sí mismos. Lo hacen con tal derroche del oficio que la mixtura secular de técnicas no se ve por parte alguna. Lo hacen con tal eucaristía que la memoria los recordará siempre. Con ellos comprobamos, como otras escasas veces, que el teatro sirve para recuperar lo perdido y como una curación de ausencias, como un talismán ante el abismo.
Debajo de Neva, como el agua que corre bajo la capa de hielo del propio río que nombra el espectáculo, está Chéjov, fetiche y canon de la obra. Gran intermediario del paralelismo entre arte y vida: Chéjov y su poiesis desgajada entre el perenne sueño de sus personajes por otros horizontes y la inacción propia que le impide acometerlos. En esa distancia, primero que todo chejoviana, entre la palabra y el gesto —sobre la que trabajaron después Benjamin, Meyerhold y Brecht—, mi maestro Francisco López Sacha situó la gran piedra sobre la cual se alza del suelo el siglo XX teatral. Por el camino de la interpretación racional de esa distancia se arribó al teatro político y a Brecht. Por la senda de la interpretación irracional se llegó al absurdo y a Beckett. Ambas líneas se cruzan y se cierran en Neva un siglo después del tiempo ficcional en que ocurre, por eso Masha se lanzará al final desde el territorio del arte al de la realidad, salta del cuadrilátero que representa la base del arte al suelo, a la tierra.
El final será, justamente, el grito (strindbergiano, según Sacha) de Masha por romper ese encierro del oficio en la cárcel de lo personal que, de hecho, ha sido destrozado por la discusión, contestada sobre la escena, sobre el porqué del teatro. Puede que nada cambie, pero vale seguir soñando porque ese sueño tiene como destino encarnar la dimensión del arte como asidero y advertencia. La superposición de figuras geométricas desde ese suelo hasta el triángulo culminante de los actores es el viaje mismo del arte desde las raíces hasta las semillas que, entregadas nuevamente a la tierra, fertilizan e inician un nuevo ciclo. Nunca geometría, sin embargo, el teatro rompe el hechizo de lo efímero y fecunda con sus imágenes, verbos y acciones la historia. Tablón o puente entre el adentro y el afuera, entre lo individual y lo colectivo. Por eso Neva no es un espectáculo teatral, es mucho más, es un acto de fe. Un acto de sombras, de almas vivas ante la lumbre, ardiendo en la ceniza.
(Tomado de La Jiribilla)
Neva
Dramaturgia y Dirección: Guillermo Calderón
Actúan: Jorge Becker, Trinidad González y Paula Zúñiga

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