miércoles, 30 de diciembre de 2009

Del teatro al cine (I)

Omar Valiño - desde Cuba
Fotos: Cortesía de Juan Carlos Cremata

Aunque lo parece, el título no indica la traslación de cada uno de nosotros, como espectadores, de los escenarios del XIII Festival de Teatro, el pasado noviembre, a los cines de la trigésimo primera edición del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano que nos convoca estos días. No. Quiero hablar de la creación a caballo entre teatro y cine, entre cine y teatro, de Juan Carlos Cremata, quien propone en las pantallas de La Habana El premio flaco, película basada en la obra homónima de Héctor Quintero. Pero antes de detenerme en ella en un próximo comentario, propongo revisar unas palabras mías a propósito del estreno en 2008, con su dirección y puesta en escena, de Frigidaire. Porque me van a servir para rastrear esa movilidad entre teatro y cine tan propia, y única entre nosotros, de Juan Carlos Cremata.


A fines de septiembre, casi bajo el ciclón, llegó el jolgorio de Frigidaire, de Copi. Quiero aportar aquí, con humildad, una contribución para su percepción estética. Esta nota no es, en modo alguno, una crítica. Por eso, faltarán aquí aspectos o renglones inevitables hasta en una reseña. Quiere ser, simplemente, una manifestación a favor de su entendimiento y su debate. Por cierto, que el debate es buen signo de vida en medio de los casi nulos del teatro cubano. Así como Frigidaire (Teatro El Público), elude la definición genérica, así nos presenta a su personaje protagónico. Un singular momento concepto-humorístico es aquel en que un personaje afirma sobre el protagonista que no es ni mujer ni maricón, en fin, que es una “degenerá” —degenerada, ergo, carente de género: en realidad una (auto) descripción del espectáculo y su modo de proceder.
En ese modo de proceder radica la clave para posicionarse frente al montaje. El espectáculo, pues, parte de una poética “degenerada” que hace de lo bajo, lo soez, lo incorrecto, lo vulgar su poética. Por eso, no cabe la acusación de irrespetuoso, no es dable describir la puesta desde la “falta de respeto” o el “exceso” si esos vectores son, en definitiva, los móviles, las maneras mismas, las bases de su poética, precisamente. Ello no es óbice para interpretar y enjuiciar —las grandes tareas de la crítica— Frigidaire. De hecho, cito términos utilizados por críticos, periodistas y especialistas en la polémica que desató, no solo a través de la palabra escrita, pero mi intención, más que disentir de otras apreciaciones, es la de aportar una recolocación de la mirada sobre la puesta.
Territorio de subgéneros —ya el prefijo acusa el nivel bajo frente a los grandes géneros— contiene el magma típico para la incomprensión, rechazo o menosprecio por parte de la alta cultura. Recuérdese que Los Van Van no son de la gran escena ¡Qué injusticia! Sirva el guiño, de paso, como homenaje personal a la orquesta de Juan Formell en sus inigualables 40 años de vida.
Frigidaire acude a una mezcla promiscua y vívida de tradiciones tanto universales, como de nuestras lecturas resultantes de aquellas. Léase vodevil, cabaret —no alemán sino de barrio, de esquina—, bufo y vernáculo cubanos, Alhambra y Shangai mezclados.


Esa promiscuidad no es acusadora, es de celebración carnavalesca, un jolgorio homenaje a parte de lo que somos por dentro y por fuera, de día y de noche, en la calle y en la casa, en la mesa y en la cama, en lo “oficial” y en lo privado. No quiero decir que todos somos así de manera escondida ni mucho menos; pero son los rasgos que, de la mano del grotesco y el choteo, nos pinta y por supuesto, nos critica ante el espejo de una imagen no realista, distorsionada a nivel estético, pero no incierta en cuanto a reconocernos a nosotros mismos en nuestros excesos. Como nos enseñó la fiesta, si cubana mejor, y nos ratificó teóricamente Bajtín, el comportamiento en el carnaval es raigalmente distinto al comportamiento cotidiano de los humanos, reglado por leyes y convenciones escritas y no escritas.
Un chiste “fuerte”, parece en efecto fuerte sobre el escenario si concierne a lo histórico, lo político, lo social o lo humano, pero lo usamos con frecuencia fuera de él. Esto siempre va a ser así, es parte consustancial del enigma humano ante el espejo; la diferencia estriba en que la estética de Frigidaire brinda el marco estético adecuado para la legitimidad de esa subida a escena de la mala palabra, lo soez y lo obsceno.
No quiero, sin embargo, dejar de valorar un “detalle”: el extraordinario desempeño de los actores Hugo Vargas y Waldo Franco. Sin la valiente caradura para tales desdoblamientos y la deslumbrante comprensión y ejecución de “una tradición” que no ha llegado hasta ellos de modo directo, pero que el río o el sedimento de la cultura hace aflorar en sus cuerpos y mentes, el espectáculo fuera otro o, sencillamente, no existiría.



Me dio la impresión, en la única, magnífica y última función de la temporada, a la que asistí, que el variopinto —en todo sentido— público entiende mejor este choteo con su cuota crítica y de celebración que los espectadores “hechos” o especializados. Entiendo que así como cambian los Frigidaires por los Haier nos despedimos de un tiempo, de todo tiempo, con una fiesta.
(Tomado de La Jiribilla)

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