miércoles, 30 de diciembre de 2009

Diciembre: testimoniar un exorcismo

Omar Valiño - desde Cuba
Fotos: Pepe Murrieta

Después de Neva, parecía imposible que el grupo chileno Teatro en el Blanco pudiera aportar otro espectáculo de similar calibre. Pero concluyó el XIII Festival de Teatro de La Habana y el colectivo se propuso una extensión del mismo en la capital y en Matanzas. La temporada, entre el evento y su dilatación, —de doce funciones, un taller en el ISA y varias sesiones de intercambio teórico con el público—, constituye, sin duda, el acontecimiento más importante del 2009 teatral en Cuba y tal vez el hecho escénico más trascendental entre nosotros en esta primera década del siglo XXI.
Si en Neva se discuten, de manera simultánea, las dicotomías entre lo privado y lo público —entre los sentimientos individuales y la Revolución, entre la verdad y la convención, entre la necesidad y el sentido del artificio del teatro, de un lado, y el terremoto de lo social, de otro—, en Diciembre el colectivo chileno se lanza —como el salto de Masha al suelo de la realidad en Neva— a responder su propias grandes interrogantes.



El salto, la inmersión trae a la escena una invasión de realidad. Diciembre es documental, un testimonio sobre Chile mediante un exorcismo personal. Porque en este montaje se reconstruye todo un catauro de comportamientos del pueblo chileno circunvalado por la vívida noche pinochetista, el fantasma del fascismo chileno acumulado y latente, tan horrible como cualquier fascismo. Tres hermanos “celebran” la Navidad de 2014 en guerra: un paisaje terrible, ojalá improbable. No una imagen de batalla intergaláctica, sino muy concreta: han vuelto a enfrentarse, como a fines del XIX, Perú, Bolivia y Chile. A mí no pudo dejar de recordarme una reflexión de Fidel de esos mismos días, concomitante con las ideas del espectáculo, en la cual pronosticaba que al término corto del mandato de Obama, es decir al borde del 2014, habría en nuestra América siete u ocho gobiernos de derecha. Diciembre es el paisaje, visto desde el teatro, de esa reacción.
Esta visión desgarrada del lado chileno, entre estos tres hermanos con posiciones antagónicas, muestra cómo cualquier pequeño fetiche cultural puede ser convertido en logotipo chauvinista y fascistoide si se echa malsana leña ideológica al fuego de la cadena nacionalismo-patrioterismo-chauvinismo-fascismo (“la patria es la religión del capital”, cita un personaje). Contra ese nefasto proceso trabaja, desde la sombra del arte pero con la vitalidad de su función, esta arriesgada introspección de Teatro en el Blanco, dirigido por Guillermo Calderón, también autor del texto. Obra de lúcida locura, de sobrecogedora e íntima humanidad y también de innegable belleza literaria y poética —las referencias a Bolivia y “su” mar, a ese nuevo país mapuche al sur de Chile.
Como en Las tres hermanas, de Chéjov (otra vez el canónico autor ruso), como en la triada de hermanos de La casa vieja, de Abelardo Estorino, el triángulo filial potencia las aristas dramáticas. Paula (Paula Zúñiga) es la defensora de la guerra, Trinidad (Trinidad González) es la adversaria. Ambas permanecen en casa porque las mujeres son los únicos habitantes que han quedado en pueblos y ciudades, mientras los hombres están en el frente. Además, Paula y Trinidad, hermanas gemelas, están embarazadas. Jorge (Jorge Becker) ha sido llamado al ejército y suponemos que está de pase por la Noche Buena. Puede inferirse que cada uno de ellos representa el equivalente de un país de los involucrados en el conflicto en una trinidad perfecta que, a la par de la realidad ficcional, transformará la mesa familiar con sus atuendos de ocasión, en campo de batalla. La discusión se irá haciendo cada vez más fuerte, en la medida también en que fracasa el plan de Trinidad de esconder al hermano en complicidad con el Tío León. La tensión se hace oscilar con puntadas y situaciones de humor que ocasiona un palpable vaivén en el alma de los espectadores.



Los mismos actores asumen protagónicos y roles (La Tía, María, el Tío León) de la “futura” Diciembre. Aparecen diferentes en sus respectivas imágenes con respecto a Neva, más cercanos a su corporalidad y energía cotidianas, desafiados por la “desteatralización” que exige Diciembre en función de exponer —en primer lugar tal vez desde el cuerpo de cada actor— los mencionados marcos de realidad, sin olvidar a su vez la necesidad del artificio aun dentro de esta extraña sintonía de la convención. Todo un desafío del trabajo actoral al que prestaron, en la búsqueda orgánica para testimoniar, sus propios nombres, porque no por casualidad llevan sus patronímicos los personajes de Diciembre. Recuerdo el pasaje en que las mellizas se enfrentan entre ellas diciéndose una retahíla de nombretes y términos ofensivos de uso común en Chile, una escena paroxística que deslumbra por su pasión, por el exorcismo que tiene lugar a nivel individual y colectivo. De idéntico signo el monólogo de Jorge donde confiesa las verdaderas razones para permanecer en el ejército, a pesar de estar en contra de la ideología perversa del militarismo y de la guerra: allí, entre las tropas, puede ser gay, ejercitarse en el sexo entre hombres. ¡Cuán absurdo el género humano que ha de encontrar estas coartadas para ser libre por algo tan sencillo!
Contra esas absurdas y voraces coartadas se pronuncia Diciembre. Contra esos paisajes desolados y angustiosos que describe. Contra esos niños que deben preguntar a sus madres cómo son los hombres —para preguntarnos en verdad, a todos, cómo somos. Contra cómo cada “pedacito” de creencia “tonta” puede terminar en un nacionalismo que desprecia al vecino de al lado. Contra cómo la pregunta no es si volver o no a la guerra porque no se sabe el significado de ganar o perder.
Al final, el Tío León, vestido popularmente como Santa Claus, anuncia que no esconderá a Jorge por miedo a la vuelta de aquella “antigua” represión de los simbólicos autos Falcon. Descubriremos que las mellizas no están embarazadas y que su contribución definitiva a la tierra es volcar en ella las semillas que abultan sus vientres, ¿traerán esos símbolos por antonomasia de la vida, en sus respectivos códigos genéticos, los vectores de la creación o de la destrucción? Yo creo que Teatro en el Blanco quiere con su exorcismo liberar toda pasada pudrición genética; aspira, como Lezama, a que la imago encarne en la historia, en la futuridad. Que esas semillas sean granos fértiles para que nazcan otros hombres, otras ideas, curiosamente idénticas a los granos de maíz sembrados por el grupo ¡peruano! Yuyachakani, 20 años atrás, en la conclusión de su extraordinaria Contraelviento. Cruces magníficos del arte, gráficos de la memoria y el sentido del teatro.


Tanto la crítica, de manera inmediata, como la creación, en un futuro cercano, darán cuenta de las huellas que la agrupación de Chile deja en el subsuelo de la escena nacional, a su paso de fuego por la Isla.

(Tomado de La Jiribilla)

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