miércoles, 20 de mayo de 2009

Los Coleman desde España


Abel González Melo - desde España
Una dramaturgia es una familia. La que alguien se crea, a la que pertenece. Uno hace las veces de espectador pero en realidad sabe que debe asumir el riesgo y enfermarse y claudicar junto a ellos. Los Coleman entienden muy bien cuáles son sus estrategias para desintegrarse, las apresuran como si el laboratorio de los nexos intestinos, sus reiteradas reelaboraciones, les impidiesen pensar serenamente en lo que ocurre. Por eso abren la puerta, aceptan el corte transversal en un ángulo de la casa (que es la vida) y evitan caer en la desesperación o el abandono mediante una alucinada sucesión de respuestas, de silencios, de actividades. El hundimiento lo han superado ya, no aguardan redención posible, se han adaptado. Para sobrevivir sólo queda la omisión. La presencia de la obra de Claudio Tolcachir en el 22 Festival Iberoamericano de Teatro de Cádiz, en octubre de 2007, dejó al público estupefacto y triste. Los antiguos mecanismos de la identificación sensible se reactivan en La omisión de la familia Coleman a partir de una estudiada plataforma de situaciones y un sistema de caracteres que rubrican las esencias de un “teatro verdad”. El texto deviene apretada recomposición de dinámicas habituales, enfoque puntual que concentra los comportamientos de ocho individuos y los lanza a un abismo revulsivo y feroz. La síntesis del cotidiano activa un reordenamiento de las conductas personales y da cabida a la mejor particularización posible en cada caso: de la intimidad del individuo, profundamente diseccionada, hacia un debate social donde la familia-caos es mínima célula de la sociedad-caos. La nueva dramaturgia argentina, heredera de las ricas paradojas nacionales pero sobre todo de una apropiación inteligente de las escrituras europeas, se encuentra hoy entre las más aclamadas y exitosas del mundo entero. Los textos de Rafael Spregelburd y Daniel Veronese son portentosas elucubraciones dramáticas, inquietas metáforas que evalúan con riesgo, tino y actualidad los ángulos del hombre de ahora mismo: si a ello se suma la labor de ambos como directores escénicos, en muchas ocasiones de sus propias obras, el círculo se cierra y enseña un teatro total, experiencias donde palabra y acción escénica edifican brillantes poéticas. Dentro de su tradición, mas con una independencia cualificada por lo minucioso y específico de sus intereses como dramaturgo, Tolcachir consigue un atractivo mapa argumental. Sin pretender una politización a ultranza en términos contextuales, su historia se centra en el dilema del núcleo familiar y otorga a sus personajes múltiples aristas de lectura: tanto es la Argentina de hoy, como Madrid, como La Habana en que vivo. El espacio-continente de la fábula no necesita estar absolutamente precisado (aunque quizás sólo al trabajar con motivaciones concretas del sujeto argentino, con la piel y la sangre de sus actores y las retroalimentaciones con su medio, el autor atisba las cotas de verosimilitud apreciadas en el espectáculo).


La mayor virtud textual se halla en la alternancia de las regiones de silencio y los diálogos incisivos, cortantes y precisos. Los personajes dan informaciones repentinas que de inmediato uno logra ubicar dentro de sus biografías, cómodamente urdidas en el entramado dialógico y, en gran escala, entendidas desde las perspectivas combinadas que en la escena convergen. Todos son revisados y evaluados por todos. Pareciera existir un derecho estandarizado de inmiscuirse, de opinar, de acotar un comentario que puede transformar sin recato el punto de vista con que se ha asumido la importancia de alguno de los roles. Y así el paisaje se deslíe constantemente y no permite prefijar pautas, ni acusar de bondad o deterioro, ni establecer concepciones demasiado rígidas sobre un personaje que a lo mejor es muy ingenuo y pasa por ladino u otro que es temible y pasa por tímido. Los detalles omitidos, las partes incompletas u ocultas de la fragua familiar, van tornándose el centro motor que capta y mantiene en vilo la atención del espectador. Se ajustan las tensiones interpersonales y ello “desajusta” la percepción. Crea en el auditorio una situación agónica, una incomodidad, un sofoco ante lo no dicho que es la mayor carta de triunfo de una estructura dramática que sostiene el ritmo en las miradas e intenciones y que con igual ahínco toca fondo y altura conmovedoramente. El autor muestra la cuerda, permite tocarla, anuncia el ahorcamiento. No recompondré aquí la historia. Creo que La omisión de la familia Coleman es un excelente tratado sobre conducta. Las miserias humanas adquieren rango de hábito y se sistematiza el egoísmo como elemento distintivo de la armazón familiar. A la par que testimonio vivo de ocho intérpretes en el escenario, el texto puede ser leído y analizado en la soledad de una habitación y ello ofrecerá un margen de valoración independiente de la imagen escénica elaborada por Teatro Timbre 4 bajo la dirección del propio Tolcachir. Lo que ocurre es que su concepción de la palabra en el espacio y el tiempo, la urdimbre de acuerdos sicológicos a que llega con sus actores, y el entramado energético que dimensiona la anécdota durante la representación, son tan extraordinarios, que una vez concluida la función ya es imposible separar el libreto de la dimensión teatral que se ha verificado. Y es que Claudio Tolcachir es muy inteligente, sabe de sobra lo que quiere y cómo lo enfrentará.


Quizás de nada estaríamos hablando si no fuese por el excelente equipo de actores que asumen el montaje, dirigidos por Tolcachir hasta que adquieren una exactitud monumental, casi un imperio de perfección dinámica. De la labor del conjunto es inevitable destacar el trabajo de la simultaneidad de acciones, la dignidad con que están “presentes” en escena, el sentido en cada intérprete de aquella “soledad pública” que tanto valoró la academia rusa. Y es que el estilo, la marca de la actuación, la persecución de una verdad del cotidiano y sobre todo la indagación en cómo transformar esta en una verdad teatral que no quede atrofiada por las “normas de la representación”, hacen del método de estos actores, deglutido por cada uno de ellos, una escuela viva y esencial que descuella ante cualquier regionalismo. La Abuela, alrededor de quien se nuclean varios enfrentamientos, es defendida con entereza por Ellen Wolf, actriz de larga trayectoria, en una sólida y completa caracterización, simpática y dolorosa a un tiempo. Meme, la madre, es en el cuerpo de Miriam Odorico un amasijo extraño de infantilismo y angustia, desesperante y tímida, con todo el laberinto psicológico que su delirio prohíja. Inda Lavalle logra una Verónica contrastante con el resto de los miembros de la familia, dura y superficial en un inicio pero con mil heridas y develando cuantiosas objeciones a su modelo de estabilidad, al estatus que ha alcanzado. El trabajo femenino que más me emociona es el de Tamara Kiper, cuya agitada Gabi se debate entre el sacrificio que representa ser tal vez el único sostén de la casa y ni siquiera tener fuerzas u oportunidades suficientes para ello, y la extirpación o corrimiento de su vida íntima justo a causa de aquellos imperativos: la joven actriz privilegia una u otra región alternadamente, y dibuja un carácter extrañamente arisco y tierno. A cargo de Lautaro Perotti corre la más compleja psicología de la obra: Marito, cuya mentalidad, embotada o torpe, es más lúcida y develadora que la del resto. El actor, respondiendo a obsesiones primarias, arma un rol redondo sin excesos ni tipificaciones exageradas, unifica su comportamiento gracias a una relación poderosa entre sus acciones físicas y su trayectoria interna, y se erige, gracias a su cuidado desempeño, en doloroso símbolo de los tiempos que corren. Diego Faturos, a partir del silencio, las miradas y la personalidad escéptica de Damián, va exigiendo del público la más atenta de las percepciones: construye a un muchacho enigmático, ácido, que habla como por pedazos y su proyecto de escape o vida resulta uno de los misterios más atractivos de la historia. Gonzalo Ruiz introduce un tono optimista en la representación, maneja con mesura las transiciones y reacciona con ímpetu, fuerza y verdad en su Hernán. El Médico de Jorge Castaño es, desde sus apariciones incidentales, un punto de interés que revuelve el conflicto, esto debido a su insistencia por guiar, averiguar, introducirse en la familia, y a la vez resulta ambiguo y medular en el curso de la acción.


Una planta escénica casi inamovible, donde todo está mostrado desde el inicio y apenas algún elemento se transforma para significar el cambio de set (de la casa al hospital donde la Abuela será ingresada, siempre espacios interiores), es iluminado con eficacia por Omar Possemato. La banda sonora es casi en la totalidad del espectáculo las voces de los actores, sus discusiones, sus encontronazos: una polifonía de timbres conjugada magistralmente a lo largo de cien minutos de conmoción y garra. La omisión de la familia Coleman, en el momento que vivimos, filtra los más arriesgados experimentos que en materia dramatúrgica se desenvuelven en el mundo, y emparentada con las grandes epopeyas familiares que el teatro contemporáneo lega (recuerdo mi impacto reciente ante una espléndida función de On the Shore of the Wide World de Simon Stephens, en el National Theatre de Londres), se desarrolla con autenticidad, hablando a la Argentina de hoy y a todos los que, para nuestra vergüenza o agrado, tenemos un Coleman adentro. El atentado es claro. No hay que estar alegre al final de la obra. No hay que desdeñar el pesimismo con que de pronto estos ocho personajes persiguen salvarse, solucionar sus problemas y se descubren incapaces, locos por la inmediatez y por la fuga. Las evasiones de todos, expuestas de disímiles formas, procuran saltar la perentoria existencia. Pero algo está arrancado para siempre del interior de ellos. Algo que los ha obligado falsamente, espejismo de la miseria, a llevar un apellido que no poseen, a buscarse la vida de un modo equívoco, a omitir la ausencia del padre y de otras tantas cosas que un día, por azar, consiguen hacer feliz a una persona.

La omisión de la familia Coleman
Dramaturgia: Claudio Tolcachir
Actúan: Jorge Castaño, Araceli Dvoskin, Diego Faturos, Tamara Kiper, Inda Lavalle, Miriam Odorico, Lautaro Perotti, Gonzalo Ruiz
Asistencia de dirección: Gonzalo Ruiz, Macarena Trigo
Dirección: Claudio Tolcachir

domingo, 17 de mayo de 2009

La canción de María


Adys González de la Rosa - desde Buenos Aires

Loca,
¿qué saben lo que siento,
ni qué remordimiento
se oculta en mi interior?

Sus movimientos precisos, su manera de crecer como una gran diva, volverse gigante sobre su máquina de coser, cantar como Libertad Lamarque, con una voz que estremece, o quedarse encorvada, insignificante, casi como una sombra, la gris costurera que permanece en silencio con los labios apretados sujetando los alfileres… Imágenes fuertes que impactan en Nada del amor me produce envidia, texto de Santiago Loza, dirigido por Diego Lerman y magistralmente actuado por María Merlino. Partió de la actriz la idea de organizar este material unido a su deseo de interpretar y cantar a Libertad Lamarque. Como ella, se vino de la provincia a Capital y pasó gran parte de su infancia escuchando radioteatros, esto resulta, junto al tango, referente importante de la puesta.
Las frustraciones y anhelos de una mujer que ha pasado su vida cosiendo, metida en su taller sin ventanas, admirando y cantando a Libertad Lamarque, “la novia de América”, se nos revela desde las esencias del alma femenina, finamente bordadas en escena. La contención de tantos años en los que la costurera ha sufrido la ausencia del amor o más bien vivido “un amor sin hombre”, la única presencia y compañía de su maniquí como interlocutor y su máquina Singer como espacio de realización, todo se rompe y desborda a partir del momento en que recibe una tela única. El sólo roce despierta el tacto y extiende el disfrute de la palma de la mano al resto del cuerpo, merece un vestido también único y no por casualidad pertenece a esa única mujer que ha venerado toda la vida. Es así que aparece en su taller Libertad, “la que le dio el tortazo a Evita”, pero como si esto fuera poco, también llega hasta su cuarto, atraída por su fama o simple casualidad, Eva Duarte. Ambas mujeres, destinadas al enfrentamiento, desean el mismo vestido y es ahora que la decisión está en sus manos, es el momento de determinar sobre “las grandes”, se siente poderosa y a la vez no sabe qué hacer “al fin y al cabo todos esperamos una vida para decidir cosas como estas y cuando ocurren no estamos preparados… como si el cuerpo se resistiera y doliera… y el único deseo que existe es que todo pase y todo vuelva a ser como antes… igual… con mi yo diluido y todo”. Entonces estalla el desenfreno y canta “Loca” y el fuego todo lo consume.


Este es uno de esos trabajos en que el engranaje es perfecto. Se admira la escueta escenografía, la iluminación exacta, el diseño de vestuario que acompaña la inhibición y explosión del personaje, la selección musical y la dirección puntual. Elementos todos que se condensan y engrandecen en la actuación de María Merlino, quien explota en sus justas dimensiones los códigos del melodrama. El reducido espacio de representación y la cercanía nos obliga a concentrarnos en el movimiento de sus manos, en las sombras que se proyectan en la pared como los fantasmas de Eva y Libertad. Las canciones de los años 30, interpretadas mayormente a capella con su inusual timbre, nos remiten claramente la época.
Nada del amor me produce envidia es un vestido de delicadas telas, cuidadosamente confeccionado, puntada a puntada, por las manos de un equipo y sin lugar a dudas, muy bien exhibido por Merlino, que gradualmente y sin excesos deja de ser la gris costurera y se convierte en la estrella de la noche, “no había una costurera de barrio disfrazada, no, lo que veía era una reina enloquecida…”


Nada del amor me produce Envidia
Autor: Santiago Loza
Dirección: Diego Lerman
Actriz: María Merlino

Dirección musical: Sandra Baylac
Escenografía: Silvana Lacarra
Iluminación: Fernando Balcells
Vestidores: Guido Lapadula

Una mirada sobre el totalitarismo


Juan Martins - Venezuela

Esta pieza, Ruido de piedras, representa un lugar en el teatro político venezolano, en tanto que denuncia a los regímenes totalitarios. Esto lo sabemos de una gran parte del teatro latinoamericano: Juan Palmieri de Antonio Larreta (Premio Casa de las Américas, 1972) es una pieza emblemática en este sentido. En esta, el discurso político toma lugar en la estructura de los diálogos. Es decir, los personajes tienen una relación más histórica, épica, si se quiere, en el que ese discurso sólo se desplaza ya sobre esos niveles. En esta pieza en cuestión, escrita por Johnny Gavlovski, los personajes están condicionados por las mismas razones históricas, pero también por aquellas que responden al entorno psicológico de sus personajes que son a su vez sujetos de esa misma historia. Los personajes aquí tienen motivaciones físicas, en consecuencia, históricas que se aferran a la praxis tanto de aquellos personajes que hacen de víctimas como de victimarios. Praxis entendida como ejercicio violento de la historia la cual se mueve mediante los individuos que participan: la relación del sujeto con la sociedad y cómo puede este, el sujeto, determinar cierta energía sobre la realidad: la muerte y violación de otros seres humanos por sustentar el poder de uno otros minoritarios. Detengámonos un momento acá: ese individuo-personaje está contenido en su propio inconsciente dinámico. Según entiendo –y quiero conocer– este individuo ejerce su acción junto con su movimiento, desde su psiques, desde su inconsciente. Y la violencia de los individuos se ejerce a partir de ese territorio de sus mentes: la crueldad se mentaliza en el individuo antes de que se materialice en las graves consecuencias de la historia. De allí el carácter ideológico de los regímenes totalitarios.

Si queremos hacer un aparte en la dramaturgia de Johnny Gavlovski habrá que leer desde varias perspectivas el teatro de este autor. Ruido de piedras, representa esa continuidad de un teatro que sostiene la denuncia de la violencia desde ese componente psicológico. Pero tenemos que sostener que esta pieza no “es un teatro psicológico”, sino que se mantiene en la acción, en los acontecimientos de la esa acción dramática. Esto quiere decir que el relato teatral no nos hace perder el tiempo, en nuestra condición de lectores-espectadores, en conjeturas –que pueden ser, y lo son, interesantes– de carácter exclusivamente psicológicas, por consecuencia, lo psicológico sólo es parte de esa esfera del conocimiento que adquiere su dinámica entre lo consciente y lo inconsciente, en tanto a la estructura del discurso dramático. Utilizando el término del inconsciente en el mejor sentido hermenéutico de la palabra: la aptitud del ser humano y cómo funciona esta en el eje de la violencia: en qué lugar de nuestra personalidad se da a lugar el sentido de la violencia. No quiero aquí hacer limitaciones del discurso psicológico ni tampoco es el objetivo de esta interpretación que hago del espectáculo. Sí me gustaría, en cambio, subrayar el aspecto emocional de esta obra. Esos aspectos emocionales me conducen y me trasladan a cierto nivel de la angustia que se establece en el discurso dramático. Y quiero decir que la angustia funcionó como un hilo de tensión entre “mi mirada” y el espacio escénico: sabía que se estaba llevando a cabo una representación, pero mi lado del inconsciente se relaciona con aquel lugar histórico de la violencia. Cuando veo a los personajes, veo, además, la figura que tengo de la violencia, de la representación, incluso, actoral. El actor (los actores y las actrices interpretan semiológicamente este sentido del texto dramático) se identifica emocionalmente, pero él no olvida que está representando, que está ficcionando ese lugar de la emoción. Su director lo conduce por medio de la puesta en escena. El espacio teatral se da a lugar en ese juego de la víctima-victimario: un espacio escénico abierto y de altas paredes, lo cual quería figurar en el espectador aquella simbolización de cualquier forma de poder totalitario: del modelo de poder que ejerce la violencia como mecanismo de permanencia y de deshumanización. En este sentido nos encontramos, por parte de su director Ives Bitton, con una puesta en escena coherente con esta propuesta: limpia y definitoria de esos signos. El espacio físico es signo en sí: denota el abstracto lugar del sujeto: de su mente. Como si la mente fuese un vacío en blanco susceptible a cualquier aberración y desorden: la violencia es una aberración presente y aquí se representa desde ese signo.Las actuaciones (en esta producción del grupo Jeff Levy) se conducen desde ese lugar de las emociones: de la angustia. Sucede que en no en todos los actores/actrices se alcanza ese tratamiento orgánico que exige esta representación de la emoción. Sí encuentro esa relación orgánica en Gustavo Adolfo Ruiz (Crate) quien la establece con el discurso de la pieza. Un tanto lo exige, sobre esos niveles, Glenn Braning (Rizzo), otorgan la interpretación necesaria para constituir la representación, acompañados de la actriz Martha Ostos (Alicia) quien organiza ese nivel interpretativo en la actuación. Y cuando digo interpretativo quiero decir como el actor/actriz lograron interpretar los signos que tienen el texto dramático de manera que se arregle la actuación en el mismo nivel del discurso: representación/interpretación funcionando para el espectador, funcionando en forma física de aquella angustia a que se da lugar. La angustia funciona como expectativa. Es un vínculo emocional que nos sostiene en la butaca y de alguna manera nos compromete con esa emoción hasta el final del espectáculo. Sin esta interpretación semiológica del texto dramático cualquier representación se vería limitada en la comprensión del teatro de Gavlovski. En esa dimensión de la emoción se introduce en particular esta pieza. No es exclusivamente psicológica, como señalaba anteriormente, porque todo se instrumenta en el ritmo de los diálogos. Lo que significa que el autor está muy consciente de la escritura teatral. De su ejercicio como hecho estético. Sobre ese hecho estético estamos ante uno de los dramaturgos más destacados de este país. Lo cual se sostiene en el ritmo, la estructura y el lugar que le da al conflicto: cómo compone escrituralmente la formalidad del lenguaje que permite entender que la pieza se sostiene más desde la realidad del ejercicio teatral que desde lo psicológico. Insisto, se sostiene desde la composición escritural. Esto nos puede explicar cómo su dramaturgia se identifica con lo mejor de lo producido en este teatro de denuncia en Latinoamérica. Esas coincidencias no son casuales, más bien, nos dice de este dramaturgo comprometido con su discurso y con el oficio.

Ruido de piedras
Dramaturgia: Johnny Gavloski
Puesta en escena: Ives BittonProducción: José Manuel Ascensao
Actores: John Dinan, Juan Rajbe, Carolina Martínez, Martha Osto, Gustavo Adolfo Ruiz, Cralos Clemares, Levi Zielinsky, Glenn Brenning, Ángel Bajares, Enith Pulido y Carlos Rincones

Tras la burla del espacio

Juan Martins- Venezuela

La experiencia teatral se dispone en una relación con el espacio teatral, entendiendo que en este la representación actoral define la conceptualización de la obra. Lo sabemos. En la Sala Río Teatro Caribe de San Bernardino el grupo Guarro Teatro presentó El burlador de Sevilla y el convidado de piedra bajo la dirección de Casandra Indriago. Se nos presentó con un trabajo arriesgado en el que el espacio es sustituido por la fragmentación escénica: ritmos, cadencia, improvisación dan a lugar el nivel de ese riesgo.No quiere decir que este discurso se nos defina. Al contrario, es un proceso en construcción, el espacio se nos hace desde un componente, si se me permite el término, en «costructo»: todo se nos desarrolla en el lugar, en el momento en que el espectador se encuentra con las dos horas del espectáculo. No sabemos por qué un clásico como este de Tirso de Molina se nos convierte en divertimento, si acaso tengo que considerar que se sostuvo en el espectador durante las dos horas, me produce gracia en el habla, en la modalidad de la actuación, en la concepción del gesto actoral. Poco importó la progresión dramática (considerando la complejidad de la sintaxis del relato teatral) para el placer del espectador. Interesó, en cambio, el ritmo de la pieza que pudo sostenerse, como decía, rompiendo con aquella forma de lo clásico: iniciación-centro-desenlace. Con todo, así quiso arriesgarse su autora escénica mediante la ruptura del lenguaje teatral. No es la primera vez, pero nos resulta interesante explorar, incluso, teóricamente estas posibilidades.El riesgo estaba dado, pero el riesgo por sí solo no es suficiente. Se requiere de dominio escénico y de cuáles son aquellas condiciones teatrales que lo exige. Pero lo que encuentro atractivo es la posibilidad de poner al teatro en otro nivel de la discusión, al buscar otros sucesos de la representación en el que predominaba la relación expresionista de los personajes y la utilización del espacio hasta niveles bizarros de su instrumentación: todo se nos hacía abrupto, pero condicionaba nuestras emociones. El propósito casi agresivo de esa ruptura se nos hizo placentero y de allí su percepción del teatro como proceso hacia un «laboratorio teatral». Y esto es ya decir bastante. En ese sentido nos encontramos con lo novedoso, con la experiencia de valorar otras posibilidades de (re)crear el espacio escénico. Esta joven directora tendrá muchas posibilidades en la medida que alcance entender que la obra se le hace proceso. Una experiencia interesante para su crecimiento estético, sus hallazgos son proporcionales al rigor que le confiera a esa búsqueda. Y pienso que la crítica tiene mucha responsabilidad en sensibilizar y condicionar esa discusión en el teatro venezolano.

Vigilia de box


Juan José Santillán-Buenos Aires

El debut como director de Eduardo Pérez Winter, 42cm, propone sumergirse en la vigilia de un boxeador tras la derrota. En esa noche blanca, luego de una frustante pelea cargada de versiones sobre el KO, Federico Sousa resiste tanto el sueño como los dolores de su cuerpo, acompañado por Dora y el médico Siqueiros.Este planteo inicial, delinea un efecto de actuación que interviene el espacio y la temporalidad a través de movimientos centrífugos. En la obra, al igual que Solos de Alejandro Catalán –Pérez Winer estudió con él y participó del ciclo– es determintante el impacto sensorial que producen los actores. El texto es un accesorio y no un determinante; la actuación, es el verdadero dínamo del espectáculo: se genera y regenera en su propio devenir.Por eso, 42 cm más que una linealidad narrativa, explora la trama que borra el límite entre lo real y el sinsentido producido en el cuerpo por la fatiga y los golpes. En esa zona, entonces, trabajan los actores: Francisco Egido, Laura Gonzalez Miedan y Toni Ruiz. Y pese a ciertas recaídas del procedimiento –la exigencia de recursos actorales para este tipo de trabajos es muy alta– la puesta traslada al pequeño cuarto el extrañamiento de una siniestra secuencia onírica.42cm es un espectáculo de cámara, ingeniosamente montado en el pequeño cuarto de una antigua casa de Balvanera. El soporte es una tarima de madera, que emula sólo un ángulo del ring. En ese espacio, donde entran quince o veinte personas, es rotunda la cercanía con el boxeador y su ámbito de acción anclado en la década del cincuenta.Sin embargo, ese imaginario de época tanto en el interior del cuarto, como en un posible afuera, es rotundamente distorsionado. Winer toma sólo los actores como superficie de una serie de excusas que tensionan la sensorialidad del espectador. Y al concluir la obra, al igual que el abigarrado Sousa, uno se pregunta de dónde salieron los golpes que por momentos nos movieron el piso.

42 cm
Dramaturgia y dirección: Eduardo Pérez Winter
Toni Ruiz (Federico el Toro Sousa)
Laura González Miedan (Dora, dueña del gimnasio)
Francisco Egido (doctor Francisco Siqueiros)

La historia de un intento absurdo

Adys González de la Rosa - desde Buenos Aires

Una ciudad superpoblada, reventando de oficinas y personas que dedican sus vidas a ella o al menos allí transcurre gran parte de las mismas. Gente con la que coincidimos cada día y de la que no sabemos nada, con las que no compartimos nada. Cómo sorprende descubrir lo que hay detrás de cada una de estos “grises” personajes. Una empresa más que se entrega a la modernización de su tecnología y olvida en el tercer cuerpo del edificio a su antiguo departamento de distribución de cartas y correspondencia, caducado ya con la aparición del correo electrónico. La crisis de una pareja que se cruza y un punto de coincidencia en el que todo estalla. Tercer cuerpo (la historia de un intento absurdo), de Claudio Tolcachir, nos habla de la cotidianidad, de la vida que pasa sin grandes sucesos, de personajes que intentan cambiar su situación todo el tiempo pero no lo consiguen, se hunden y se hunden a cada paso. Todo esto suena muy trágico, sin embargo en la obra está tratado con humor, simpatía, inteligencia. El espectador ríe aunque en el aplauso final, sucede que estás tan emocionado, de qué te ríes, de qué has estado riendo, ¿de la desgracia de la vida cotidiana?, ¿de tu desconocimiento y desinterés por el que te rodea?, ¿de la deshumanización de la ciudad?, ¿de la sociedad en la que vives? Es angustioso el camino que recorren sin lograr nada, porque nunca se entregan, lo intentan, la pregunta que se repite tras cada fracaso: ¿Cómo hace la gente?El espacio multifuncional, la esquina de una habitación amueblada, creada por Gonzalo Córdoba Estévez, en la que se mueven cinco personajes y que es a la vez oficina, casa, consultorio, restaurante o discoteca gay. Sin mover un elemento, cruzando perspectivas o superponiendo planos, da la sensación de habitar cada uno de estos sitios. La fuerza del trío Ana Garibaldi (Sandra) que encabeza y arrastra la acción, José María Marcos (Héctor) y de Daniela Pal (Moni) logran momentos verdaderamente simpáticos, manejan con virtuosismo las pausas y los silencios. Desde afuera está el conflicto de dos jóvenes que no saben quererse, al menos no de una manera noble. Magdalena Grondona (Sofía) y Hernán Grinstein (Manuel) protagonizan una historia de amor angustiosa con toques muy dramáticos pero mesurados y que intervienen y coinciden en un punto clímax. Destacaría, además, como detonante de esta tensión el excelente diseño de la iluminación de Omar Possemato, la lámpara que titila, las semipenumbras, hasta el oscuro total.Sin dudas, Tercer cuerpo habla de la soledad de Buenos Aires y de todas las ciudades del mundo, del estar solo en la compañía, de rumiar nuestros fracasos y seguir viviendo, buscando la fórmula de “la gente” para que todo “funcione”.

Tercer cuerpo (la historia de un intento absurdo)
Dirección: Claudio Tolcachir
Intérpretes: Ana Garibaldi, José María Marcos, Daniela Pal, Magdalena Grondona, Hernán Grinstein

Acerca de Visiones de la Cubanosofía

Juan José Santillán- desde Guayaquil
En el vasto territorio de una memoria esencial, escrita como reflejo del cuerpo, se sumerge la última creación de El Ciervo Encantado, dirigido por Nelda Castillo. Visiones de la cubanosofía, irradia una teatralidad tan extrema como compleja en el recorrido sobre la identidad cubana.La obra entabla una convención con el espectador que exige un entramado de asociaciones y localismos. Pero también produce secuencias e imágenes que atraviesan radicalmente el sentido. En todo caso, el asunto no es la perfección de lo decodificado, sino la resonancia en el público de esas ruinas de identidades, espacios y destierros presentadas por el grupo.El espectáculo no construye una linealidad ni un despliegue de personajes; es atravesado por motivos. Desde allí articula contrastes que definen las situaciones. Los intérpretes –Lorelis Amores, Mariela Brito y Eduardo Martínez-- evocan, con potentes y precisas actuaciones, figuras anquilosadas en su significado y resonancia. Evocar, será en Visiones… dislocar aquello que ha sido manoseado por los clichés del “ser nacional”.De allí, un José Martí agotado que merodea como presencia y no emite palabra; la Virgen de la Caridad y su dualidad “el conquistador”; Ochún, reina de la fritanga, derruida y en trance. Estas figuras, entre otras, accionan sobre un dispositivo de andamios.La escenografía evoca esa estática milagrosa que sostiene los edificios de La Habana y otras ciudades cubanas. Mientras que los textos, salvo José Martí y Reynaldo Arenas, son escrituras periféricas, casi desconocidas en Cuba. Allí, el lugar de Alfonso Bernal del Riesgo –autor del ensayo que da título a la obra-- y Severo Sarduy.Sin embargo, el texto es excusa para confrontar los sentidos del espectador. Desgarradoras secuencias, por ejemplo, donde un intelectual intenta ponerse en pie y escribir a máquina las calles de la Habana Vieja: “Amargura-Soledad-Lealtad”. Y ese acto de permanecer y resignificar lo conocido es, como el adiós a la isla, un acto de pujanza doloroso.

Visiones de la Cubanosofía
Grupo: El Ciervo Encantado (Cuba)
Dirección: Nelda Castillo
Intérpretes: Lorelis Amores, Mariela Brito y Eduardo Martínez
La obra formó parte del 11° Festival Internacional de Artes Escénicas de Guayaquil. Septiembre de 2008.