miércoles, 8 de junio de 2011

Delirio habanero: otro elogio de la locura


Ernesto Fundora (Cuba)



Más enérgica y radical es la acción de otro procedimiento: el que ve en la realidad al único enemigo, fuente de todo sufrimiento, que nos torna intolerable la existencia y con quien, por consiguiente, es preciso romper toda relación si se pretende ser feliz en algún sentido. El ermitaño vuelve la espalda a este mundo y nada quiere tener que hacer con él. Pero también se puede ir más lejos, empeñándose en transformarlo, construyendo en su lugar un nuevo mundo en el cual queden eliminados los rasgos más intolerables, sustituidos por otros adecuados a los propios deseos. Quien en desesperada rebeldía adopte este camino hacia la felicidad, generalmente no llegará muy lejos, pues la realidad es la más fuerte. Se convertirá en un loco a quien pocos ayudarán en la realización de sus delirios.



Sigmund Freud. «El malestar en la cultura»


Ha regresado Teatro de la Luna a los escenarios de la Ciudad. De esa misma Ciudad que teje y desteje a un tiempo su historia, la Ciudad donde tomaron cuerpo el delirio de venganza de Electra Garrigó, el delirio de servilismo de Nicleto o los delirios de fabulación de El Enano, la Dama del Álbum o Santa Cecilia. Y para su nueva entrega, el colectivo que dirige desde su fundación Raúl Martín ha trabajado sobre Delirio habanero, de Alberto Pedro, texto que estrenara Teatro Mío en 1994 bajo la dirección de Miriam Lezcano.

Director y dramaturgo ya habían iniciado una hermosa afinidad a la que debemos la versión definitiva de El banquete infinito, reescrito expresamente para el elenco de Teatro de la Luna, que tuvo a su cargo una lectura de la obra en julio de 2005, dentro del ciclo que coordina la Casa editorial Tablas-Alarcos. Por eso Delirio habanero es también un homenaje a Alberto Pedro, justo cuando se cumple un año de su muerte.

Frente a las pretendidas «deficiencias» o «vacuidades» que le han sido achacadas, me gusta pensar Delirio… como un texto que hereda una larga tradición teatral, la filtra por las obsesiones temáticas de su autor y las devuelve en un producto donde lo sinuoso de sus conflictos, lo que yace oculto detrás de lo más aparente, lo que no se dice, posee una fuerza teatral de magnitudes insospechadas. Porque en Delirio… confluyen, entremezclándose sucesivamente con las alternancias entre ilusión, apariencia y enigma, las claves que vertebran en secreto buena parte de la dramaturgia de Alberto Pedro. En sus obras, la nocturnidad es una constante temporal. Weekend en Bahía comienza en la madrugada y termina al amanecer. Manteca transcurre en la última noche del año, como también es la noche el único horario en que criaturas semejantes a la protagonista de Madonna y Víctor Hugo son aceptadas. También en El banquete infinito las horas de la madrugada son de vital importancia para los rejuegos de poder que traman sus personajes. En Delirio…, que igualmente discurre en ese horario, al amanecer, junto con la luz del sol, también llegarán los demoledores.

Si en el ámbito temporal se privilegia la noche, desde el punto de vista espacial usualmente las piezas de Alberto Pedro se ubican en locales cerrados: la fábrica de Finita Pantalones, el dormitorio de Esteban, el hermético apartamento de Celestino, Dulce y Pucho o la Sala de Gobierno donde transcurre la acción de El banquete… También podemos encontrar lugares abiertos como la simultaneidad de locaciones en que transcurre Tema para Verónica, la azotea de Kiko Palomo o el malecón en Madonna… Pero se trata de una apertura relativa. Cuando el espacio se abre, es para establecer un contraste con la opresión psicológica que corroe al personaje protagónico. Así hallamos los tropiezos de Verónica para lograr ser aceptada por sus compañeros de estudio o mejorar las relaciones con su madre, la rancia angustia de Kiko por la incertidumbre sobre el destino de su hijo o el sigilo con que se mueve Madonna.

Como en Manteca, Delirio habanero se construye a partir de la interacción dialógica de tres personajes. Ese tercero es como un «tercer ojo», tercero y a la vez único, no negociable –en este caso, Varilla–, que alternativamente irá inclinando la balanza a uno u otro lado de los polos en oposición, generando o acrecentando el conflicto a medida que la obra gane en intensidad.

El proceso de montaje transcurrió en el cine Pionero, donde aún pueden verse los escombros apilados a la entrada que recuerdan el estado de deterioro del inmueble, donde hubo al principio olor a ratón, donde todavía permanece el techo agujereado… una «nave clausurada» en pleno centro de La Habana. Llegar todos los días hasta allí, darle la espalda al mundo para rearmar la fábula una y otra vez, enfrentarse al aislamiento del encierro consciente y a la perversidad de las limitaciones conocidas, permearon favorablemente el alumbramiento de Delirio… Y todas las texturas, todos los olores, sonidos y silencios de esa «pobreza irradiante» –para decirlo en términos martianos–, han quedado inscritas, a no dudarlo, en el cuerpo y la memoria de los actores, esos «seres maravillosos», como los llamaba el maestro Roberto Blanco.

En la puesta de Teatro de la Luna la enunciación comienza a construirse desde mucho antes que el espectador entre a la sala. Un portero negro, con guantes blancos y vestido de rojo recibe al público e invita a beber unos tragos de Cuba Libre servidos en sendos mostradores donde se le da publicidad al ron «Delirio Habanero Gold». Dos bailarines –Orialys Hernández y Odwen Beovides– interpretan una pieza coreográfica que puede leerse como anticipo de lo que sucederá dentro de la sala. Al compás de «Desencanto» –bolero compuesto por Enrique Santos y Luis Amadori e interpretado por Celia Cruz–, se abrazan; ella huye y él la persigue: huida y permanencia, cercanía y evitación, seducción y escape; ideas que luego catalizarán sobre las tablas las fricciones entre el Bárbaro y la Reina. Teatro desde mucho antes de sentarse en la luneta, hecho que mucho hubiera divertido – no lo dudo– a Alberto Pedro.

Para su concretización escénica, Raúl Martín ha privilegiado –frente a la solemne ambigüedad latente en el original– la arista de la locura. Sustituyendo algunas canciones por otras de los mismos cantantes que entonan mejor con los presupuestos trazados para este montaje, el tejido espectacular se adentra en una tupida madeja de presunciones y negaciones. Varilla, la Reina y el Bárbaro creen ser, desde su condición megalómana, tres seres mitificados por el imaginario popular: Varilla, el célebre cantinero de la Bodeguita del Medio, y dos ídolos de la música cubana de todos los tiempos: Benny Moré y Celia Cruz. Creen ser quienes no son, condición lúdicra semejante a la que esboza La secreta obscenidad de cada día, de Marco Antonio de la Parra. Pretenden serlo, pero no lo son. En la nave clausurada desde 1967, cuando los tiempos de la otra ley seca, cada noche es una noche de encuentro. Ellos reviven en ese, su espacio único y posible. No son, pero ahí sí son quienes dicen ser; hilo que, tensado, genera acritudes que se traducen en un juego escénico divertido y dinámico.

Varilla pule sus botellas cuando llega el Bárbaro, que entra por donde no debe y sin hacer la contraseña. Varilla protesta. Nadie debe saber de la existencia del bar. «Te he dicho muchas veces que por ahora este lugar no existe. Métetelo en la cabeza. No existe. No puede existir nada más que para nosotros.» Su condición clandestina lo convierte en lugar de resistencia, sitio de evasión y refugio que encumbra el primer plano de conflictos: escasez/abundancia, mundo real/mundo anhelado (o imaginado). Entre colillas, escombros y ratones se incuba la capacidad imaginativa de esas tres mentes. La precariedad material engendra la abundancia ficcional (deseada): ron Bacardí, y el deleite de las letras de las canciones de Benny Moré y Celia Cruz. La ritualidad que se advierte en el «encierro consciente» de los tres personajes difiere del de Mar nuestro en tanto que mientras Varilla, la Reina y el Bárbaro habitan el bar como espacio único de realización posible, en aquella los personajes se hallan presos de la problemática circunstancia del agua por todas partes.

La Reina entra. Anda de incógnito. Llegó por un punto de la costa norte que yo tampoco tengo por qué revelar aquí. El Bárbaro dirige una y otra vez su orquesta. Varilla calcula mentalmente cuánto ha de medir el toldo a rayas hasta la acera, para que los clientes no se mojen. El delirio como acto de simulación, hecho catártico y liberador, se dibuja como la válvula de presión de los personajes que vienen «de abajo» –como Averrara en El banquete…– y «los de abajo» –al decir del Bárbaro y con perdón de Mariano Azuela–, no tienen color. El problema de los negros aquí trasciende el mero conflicto racial. Es un problema socioeconómico. Cuando el Bárbaro y Varilla discuten sobre si los negros entrarán en el bar o no, este apunta: «los negros no tienen dinero». Sin embargo, el portero será negro, vestido de rojo y con guantes blancos. El «ser de abajo» no sólo presupone el origen humilde sino que compromete la visión de la realidad desde la base del prisma.

El enfrentamiento entre el Bárbaro y la Reina se sucede en una multiplicidad de planos enriquecedora: de género (hombre-mujer), religiosos (eclecticismo religioso-católica apostólica romana), proxémico (de aquí-de allá), de interacción social (popular-relativo elitismo), y las respectivas gradaciones de sus megalomanías (afectada por el alcoholismo y por el delirio de persecución, respectivamente), abriendo paso a sistemáticas negaciones identitarias mutuas. Cada uno dice ser quien es, pero se muestran intolerantes a reconocer la supuesta identidad del otro. La reiteración de ideas-obsesiones de cada personaje (el toldo, el portero negro vestido de rojo con guantes blancos, la llegada de incógnito, el muerto-vivo, el bar de Alipio) junto al repiquetear lingüístico de los adverbios de lugar «aquí», «allá», «afuera», «adentro», textualizan los rasgos de locura.

Las fronteras entre ilusión, deseo y realidad desaparecen cuando se ilumina el cartel del Varilla’s Bar y la fabulación llega a su punto más álgido. El escenario se cubre de azul. Se oyen murmullos y los contraluces dibujan, creando una suerte de cuadro en sombras, la atmósfera de ensueño en la que tiene lugar el feliz diálogo entre el Bárbaro y la Reina. Y se reconocen, se cantan, se complementan.

Teatro de la Luna sigue manteniendo, afortunadamente, un elenco de lujo en plenitud de sus facultades interpretativas. Es evidente la minuciosa labor sobre el material iconográfico, biográfico, cinematográfico, psicolingüístico y musical del Benny y Celia Cruz emprendida por el colectivo para el trabajo de caracterización, encaminado a rescatar el lado más humano de esas figuras, huyendo de estereotipos y epidérmicas aproximaciones. La labor más difícil, sin dudas, debió acometerse con el personaje de Varilla, del que –en comparación con los otros dos– se conservan muchísimas menos fuentes.

Amarilys Núñez inicia el espectáculo con una invocación ritual. Solicita el beneplácito de los cinco (los rumberos famosos), de aquellos a quienes van a «encarnar» sobre las tablas, sin olvidar al que un día concibió este texto: Alberto Pedro. Se reconoce mujer, se toca los senos –¿los sibilinos senos de Clitemnestra Pla?– y es entonces que, incorporando el raído esmoquin negro y una gorra con la visera al revés, asume su Varilla. Arma su desplazamiento escénico en correspondencia con las letanías de su personaje. El carácter obsesivo-compulsivo del «cantinero de lujo» lo hace entablar una insistente relación de interdependencia con las botellas. Las limpia, las organiza, las cuelga, las reacomoda, las guarda. Ellas son para Varilla lo que los muñecos de la familia Garrigó para Orestes o los dados de acrílico con que Santa Cecilia armaba el rompecabezas de su memoria: ejecución escénica de la necesidad de los personajes por aferrarse a la materialidad más cercana para escapar al vórtice de la adversidad que los rodea. Es mejor aliarse con los objetos que tenerlos también en contra. «¡Ah, Orestes, los objetos…! Jamás te enfrentes con ellos. Cuando los objetos se oponen a los humanos, son más feroces que los mismos humanos».1

Desde una cuidada interiorización de los móviles de su personaje, Amarilys hace visible la contradicción que Varilla posee sobre cómo hacer para satisfacer los anhelos de cada uno, para que el bar sea, a la vez, real y clandestino, de etiqueta y accesible, exclusivo y para el pueblo. Sus dotes de gran actriz llegan a momentos de nítido virtuosismo, como cuando acomete el pequeño monólogo en que le obsequia los zapatos a la Reina. El cuerpo de la actriz se segmenta contraponiendo el discurso textual y el corporal en una cadena de acciones de atractivo contraste visual.



Mario Guerra interpreta al Bárbaro desde una óptica en que sinceridad y actitud distanciada se alternan de forma enriquecedora. Si en los repetidos «Yo sí soy yo» la necesidad de identificación es perentoria, sus «¿Cómo me quedó? Varilla, ¿cómo me quedó?» concretizan ese extrañamiento del personaje en medio de un contexto donde imitación y aceptación (del referente imitado) varían sistemáticamente el peso del juego de representaciones.




Mario concibe a su personaje desde una «musicalidad» a ultranza que va más allá de la maestría con que hilvana la gestualidad y el peculiar sello con que el Benny interpretaba sus canciones. El actor percute sobre su cuerpo, toca el piano –«El Bárbaro no tocaba el piano», dirá la Reina, apreciación que apuntala la sistemática alternancia antes referida– y rescata para sí un acervo de poses y maneras de fuerte raigambre popular que contrastará con el «esplendor» venido a menos de la Reina.



La locura del Bárbaro se agrava por el alcoholismo. Cada trago de ron que se da es un paso más hacia la tumba. «Y no hay que terminar por gusto en el cementerio.» Por eso, ante los augurios de la Reina, chilla como un animal sacrificado, acción en la que quiero reconocer un ejercicio de memoria emotiva –sin el tufo académico que posee la frase entre nosotros– donde no sólo leo el dolor de la premonición en el actor por el final del personaje, sino también por el de su autor.



Este intérprete protagoniza uno de los momentos más nostálgicos de la puesta en escena cuando el Bárbaro, luego de haber huido de las «profecías» sobre él y la bebida que lanzara la Reina, entra entonando Camarera, camarera… tú eres la camarera de mi amor. Mientras canta, parece escurrirse del escenario, mecanismo de evasión de esa realidad que se vuelve tan turbia como la propia realidad.



Laura de la Uz personifica una Reina donde el bordado de la caracterización raya en la excelencia. La actriz, retirada ella misma por casi ocho años en Chile, revela una gama de movimientos y actitudes que denota sus miedos y temores, sus sobresaltos por estar «aquí» aunque tenga que andar escondiéndose para que no se enteren «los de allá», con un sentido de pertenencia por ese «aquí» tanto o más lícito que el del Bárbaro. Quizás la patria sea, como ha dicho alguien, la que se construye aquí, día a día. Al menos, eso le increpa Varilla. Pero, para la Reina, también es patria ese ir quedándose en cada huella de uno que subsiste detrás.



En sarcástica contradicción frente al delirio de persecución que padece, la Reina establece una relación simbiótica con su vestuario. El sobretodo es suficientemente elocuente: dos retratos de Celia Cruz, uno a cada lado, rosarios que cuelgan y una Virgen de la Caridad estampada, casi del tamaño de su espalda. De ese modo podrá pasar por cualquier cosa, pero no desapercibida. En el fondo hasta quizás le guste que la vean así, que la asocien a… Y lo disfruta.



Asentada sobre una sólida partitura vocal y un impecable trabajo gestual, la actriz transita por disímiles registros, capaces de conmover o hacer reír con el mismo disfrute. La puerilidad de sus contraataques –«Se quedó porque no se fue» o «Esto no es una isla… es un archipiélago»– recuerda la sistemática ruptura piñeriana de lo trágico por lo cómico.



Laura tiene a su cargo uno de los momentos más sublimes del espectáculo. Al sonido de las sirenas el Bárbaro huye y Varilla, con una devoción de chicuelo, se deshace obstinadamente en el sostén de su quimera: «Tenemos un bar… ¡Tenemos un bar!» El escenario se oscurece. Y en un claro de luna afloran los más íntimos recuerdos o anhelos de su personaje. Quiero escaparme con la vieja luna… La Reina viste su bandera. La misma bandera que alumbrara el prólogo de Electra Garrigó mientras se escuchaban, tras las columnas del portal, las notas de la «Guantanamera»; la misma bandera que construyen con su terapia ocupacional los delirantes, rasgando papeles en los que reconocemos «tres franjas azules y dos listas blancas/ el triángulo rojo, la estrella de plata»; la misma bandera que ilustra la portada del catálogo del espectáculo, diseñado por Samuel Riera. La Reina canta… se contonea, el tiempo va congelando sus movimientos cuando entra, de incógnito, la voz de Celia Cruz: Quiero volver a revivir la noche… En momentos como este o en su hilarante interpretación de «Isadora», Laura de la Uz es quien dice ser; o cuando más se le parece. Y a ella ofrendamos los aplausos que no pudimos tener para la Reina.




La propuesta de Raúl Martín sale airosa, entre otras razones –el acoplado trabajo en equipo que un espectáculo como este evidencia, por ejemplo–, porque el nivel de sus actores la sostiene más allá de cualquier diferencia que pueda entablarse con el proceso de concretización escénica del referente textual; porque Amarilys, Mario y Laura la defienden con un horizonte de verdad, autenticidad y compromiso que nos hace pensar en que «cada día que pasa, su banda es más banda». Y ya se sabe: «uno es más auténtico cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí mismo».



La defensa de la utopía es el único asidero posible. El día llegará en que quiten de allá afuera toda la basura y el escombro y Varilla podrá tener su negocio; el Bárbaro verá entrar al pueblo entero, el blanco junto al chino, junto al mulato, al negro, al jaba’o, al albino y la Reina cantará para un público compuesto por personas de varias partes del mundo: franceses, españoles, americanos, suizos, mexicanos, chicanos… y los de Miami. La cultura se dibuja entonces como zona de diálogo, como elemento mediador entre delirios y miserias, acentuando su ineludible papel en la completa realización del individuo y la necesidad de atesorarla a modo de memoria viva que nos habite. Sacar la victrola para salvarla del derrumbe inevitable podía leerse como una negativa rotunda a abandonar el ideal. Ahora una tímida llama, a punto de apagarse, se resiste bajo los cenitales y queda encendida más allá de los aplausos. Los delirantes seguirán su procesión «de cuerpo en cuerpo», «de cuerpo en cuerpo», «de cuerpo en cuerpo».



Delirio habanero es un punto de llegada. Si La boda sentaba las primeras pautas acerca de un modo muy particular de concebir el trabajo del actor, de intercalar números musicales y donde el grueso de las composiciones escénicas denotaba el apego a lo coreográfico y a una manera muy personal de articular un discurso cromático coherente entre la escenografía, el vestuario y las luces, amén de inaugurar uno de los diálogos más fecundos de nuestra escena con la obra de Virgilio Piñera –diálogo e inquietudes estilísticas que se verificarían también en Electra Garrigó–; si Los siervos acentuaba aún más la preocupación por el estudio del color –que en Seis personajes en busca de un autor se erigiría como recurso para concretizar los juegos entre ficción y realidad, entre personajes y actores– y la concepción del actor-bailarín-cantante –que desde aquí también comenzaba a abrirse hacia una estética del travestismo, recurso generador de interesantes gestaciones entre la máscara y el personaje– consagrada luego por el desempeño histriónico de Grettel Trujillo y, más tarde, de Mario Guerra en El enano en la botella; si Santa Cecilia ya podía leerse como un nostálgico réquiem por el pasado –o un esperanzador preludio para los tiempos futuros, depende desde dónde se mire–, por La Habana que fue y no es, La Habana que se fue, o por su tímida visita a uno de los hitos del imaginario musical cubano, la «Santa Cecilia» de Manuel Corona; Delirio habanero, además de apuntar al reencuentro con la dramaturgia de otro de nuestros imprescindibles autores, es un espectáculo donde las constantes estilísticas de Raúl Martín y Teatro de la Luna se imbrican armónicamente para alcanzar un grado de perfección y destreza sorprendentes donde destaca, sobre todo, la maestría en el montaje y manejo de la emoción del espectador, por cómo lo involucra en el laberinto lúdicro de la representación desde mucho antes de su entrada en la sala y lo incita a atrapar una teatralidad desgarrada por el peso mismo de las heridas que toca.



Y desde esa perspectiva, la puesta en escena de Teatro de la Luna se me revela extrañamente conectada con las búsquedas y hallazgos que, desde el texto y la escena, ratifica el más reciente espectáculo de Teatro Buendía. Desde sus respectivas particularidades, Delirio habanero y Charenton hurgan en una realidad desdibujada y pérfidamente discursiva que obliga a asumir el delirio como ejercicio de exorcismo solapado o lo revierte en cortejo entre el actor y la máscara, enfocando la locura como única manera, camuflada, teatral, de alcanzar y dialogar con un contexto hostil a la vez que legitima el hallazgo de un lugar (la nave clausurada desde 1967 o el húmedo sótano del hospicio) y de un tiempo (la noche bajo la luna, bajo la vieja luna o La noche en Charenton) para la reconstrucción de la utopía con los trozos esparcidos por la memoria, pareciendo asentir a aquella máxima que Erasmo de Rotterdam lanzara en su Elogio de la locura cuando dictaminó que «no había animal más desgraciado que el hombre, porque todos los demás se reducían a los confines de su naturaleza y sólo el hombre trataba de salirse de los que le imponía su condición».2



Notas


1 Virgilio Piñera: Electra Garrigó, en Teatro completo, La Habana, Letras Cubanas, 2002, p. 36.


2 Erasmo de Rotterdam: Elogio de la locura, La Habana, Instituto Cubano del Libro, 1971, p. 65.

domingo, 24 de abril de 2011

Boca de Cena n. 1 2010-2011 (Brasil)

Sumario
Crítica
Introdução ao Círculo Itinerante Internacional de Crítica Teatral – CICRIT - Adys González de la Rosa e Juan José Santillán.
A crítica teatral e uma reflexão sobre o cânone - Mónica Berman.
A crítica teatral entre a platéia e o palco - Federico Irazábal.
A crítica Acadêmica: uma dramaturgia no delgado equilíbrio de submeter-se ao outro e assumir-se a si mesma - Araceli Mariel Arreche.
Priorizando conteúdos e fomentando diálogos produtivos: a experiência da revista 160 arteycultura e do Centro de Documentação Teatral Doc/Sur - Patrícia Devesa e Gabriel Fernandez Chapo.
A crítica no jornalismo diario - Santiago Fondevila.
A crítica teatral, o mundo e a busca do equilibrio - Victoria Eandi.
O crítico como intelectual: Dilema de uma figura conflituosa - Lorena Verzero e Yanina Leonardi.
O crítico que constrói teatralidade e acompanha sorridente - Nara Mansur

Interacoes
Um ensaio sobre o livro Cassandra, de Christa Wolf e uma metodologia de criação artística - Ângela Reis.
A voz dos vencidos: Ensaio sobre Cassandra, de Christa Wolf - Matias Maldonado.
O Silêncio, a Música, a Partitura e o Café - Jacyan Castilho.
Beckett, lágrima e ressecamento: O Traba-lho do Ator em Comédia do Fim - Luiz Marfuz

Trabalho de grupo
Seguir a si mesmo. Carta a Yuyachkani pelos 40 anos - Eugenio Barba.
O grupo de teatro Yuyachkani e a imperdoável presença da “alteridade” - Beatriz Rizk.
Ver para acreditar: Entre a evidência e a crise da representação - Miguel Rubio.
O Ator Narrador - Ana Cristina Colla.
Da batata com dendê à antropofagia autoral - Leonardo Sebiane-Serrano
10 Anos Bagaceira - Tercia Montenergo

Dramaturgia
Dramaturgia brasileira na Bahia - Cleise Furtado Mendes.
Introdução ao texto Flores Arrancadas à Névoa - Pepe Bablé.
Texto 1. Flores Arrancadas à Névoa - Arístides Vargas.
Texto 2 . O Farol de Alexandria (texto em processo) - Paulo Atto.
Notas Biográficas dos colaboradores.

Seminario Internacional de Crítica Teatral, Santiago de Chile 2010

Sumario

Primera Parte
El ejercicio de la crítica teatral en Chile - Javier Ibacache (Chile)
Estado de la crítica en Chile: función, circulación, valoración - Soledad Lagos (Chile)
Una (a)puesta en escena de la crítica - Genoveva Mora (Ecuador)
La crítica teatral: canon, demandas, oficios y herramientas - Patricio Rodríguez-Plaza (Chile)
La (nueva) crítica teatral: práctica artística y práctica cívica - Andrea Jeftanovic (Chile)
Dramaturgia y teatro chileno en Iberoamérica - Carlos Oyarzún (Chile)
Muestra de Dramaturgia y nuevas escrituras – Flavia Radrigán (Chile)

Segunda Parte
Funciones de la crítica teatral - Agustín Letelier (Chile)
Los críticos no lloran - Pedro Labra (Chile)
El crítico como intérprete - Federico Irazábal (Argentina)
Un oficio siempre en extinción - Javier Ibacache (Chile)
El crítico ante el magma de lo nuevo - Omar Valiño (Cuba)

Tercera Parte: Análisis de textos de XIV Muestra de Dramaturgia Nacional
La escena chilena desde Argentina - Carlos Pacheco (Argentina)
Las relaciones teatrales Chile-España en diez eslabones - Nel Diago (España)
La amante fascista, de Alejandro Moreno - Nel Diago (España) y Federico Irazábal (Argentina)
Sucedáneo, de Sebastián Cárez - Silvana García (Brasil)
Madre nuestra que estás en la cama, de Pablo San Martín - Silvana García (Brasil)
Maljut, de Eduardo Pavez - Genoveva Mora (Ecuador)
Amores de cantina, de Juan Radrigán - Carlos Pacheco (Argentina)
Un niño, de Emilia Noguera – Adys González (Cuba)
Nuestra madre, de Ronald Heim - Genoveva Mora (Ecuador)
Golpe, segunda parte y final, de Crstóbal Valenzuela - Omar Valiño (Cuba)
Clavo crudo a dos centavos, de Roberto Contador - Juan José Santillán (Argentina)
El hombre que mira a los animales, de Rodrigo Andrade - Santiago Rivadeneira (Ecuador)

Cuadernos de Picadero n. 21. dic 2010



Sumario

Encuentro con la crítica - Adys González de la Rosa (Cuba) y Juan José Santillán (Argentina)

El crítico teatral ante el magma de lo nuevo - Omar Valiño (Cuba)

La crítica en el periodismo diario - Santiago Fondevila (España)

Tensión entre teatralidad y discurso crítico - Genoveva Mora (Ecuador)

Crítica de teatro en Chile: un oficio siempre en extinción - Javier Ibacache (Chile)

La crítica entre la platea y el escenario - Federico Irazábal (Argentina)

El crítico que construye teatralidad y acompaña sonriente - Nara Mansur (Cuba)

Problemas de la crítica teatral. Tensión entre teatralidad y discurso crítico - Ana Seoane (Argentina)

La Crítica. Espacio, tiempo, forma - Camilo Sánchez (Argentina)

La crítica académica: una dramaturgia en el delgado equilibrio de someterse a otro y asumirse a sí misma - Araceli Mariel Arreche (Argentina)

La crítica teatral en Buenos Aires y una reflexión sobre el canon - Mónica Berman (Argentina)

La crítica teatral, el mundo y la búsqueda de equilibrio - Victoria Eandi

¿Para qué sirve la crítica hoy? Sensaciones de un crítico sobre los reclamos de los teatristas - María Natacha Koss

El crítico como intelectual: Dilemas de una figura conflictiva - Lorena Verzero y Yanina Leonardi (Argentina)

Priorizando contenidos y fomentando diálogos productivos: la experiencia de la revista 160-arteycultura y del Centro de Documentación teatral Doc/Sur - Patricia Devesa y Gabriel Fernández Chapo (Argentina)

Crítica y Medios Electrónicos - Diego Braude (Argentina)

¿Qué significa formar espectadores? - Ana Durán (Argentina)

Fábula del crítico de teatro - Nel Diago (España)


miércoles, 25 de agosto de 2010

La locura atraviesa la escena

Genoveva Mora - desde Ecuador

Locura: sustantivo femenino capaz de nombrar al más cuerdo. Causante de que un individuo actúe en contra de las exigencias, de las necesidades; es decir, síntoma de quien decide subir a la escena para ser otro, para enajenarse de sí mismo en un acto temerario llamado Actuación. Hay que estar, al menos, medio loco para subir a la escena y muy loco para hacer la vida en ella y a través de ella, sin duda.

Claro que hay irresponsables que se hacen los locos, trepan al escenario con gran desfachatez y creen que hay que aplaudirlos. Los hay aquellos que intentan transformarse pero dejan ver su impostura, y también quieren que los aplaudan.

***

1. Locura y razón son dos caras de la moneda, una no habita sin la otra. No existirían personajes cuyos actos objetivamente absurdos perturben la realidad, y además nos atrapen en su juego, como ocurre en La muerte de los Clowndestinos, dirigidos por Cacho Gallegos, quienes hacen del gesto y una buscada candidez, la herramienta certera que nos mantiene entre la risa franca y una especie de dolor, aquel que nos invade frente a cualquier féretro. Este juego inteligentemente logrado, sin una palabra de por medio, cumple con una de las pretensiones del teatro: la transgresión, lograda de manera sutil y creativa por cuatro locos que hurgan en lo profundo de su ser, dan la vuelta el bolsillo y se muestran en su más honesta extravagancia, precisa, medida para mostrar que el cuerpo en sí mismo puede ser signo y personaje. Los clowdestinos: Paulina Sánchez, Toño y Santiago Harris, Santiago Baculima (en Francia desde hace dos años, estudiando mimo) y Virginia Cordero, son un grupo cuencano que lleva cinco años “fuera de la norma”, forjando identidad y una marca de locura y convicción.

La muerte

Dirección: Cacho Gallegos

Actuación: Antonio Harris (Anónimo), Paulina Sánchez (Amnesia), Virginia Cordero (Anestesia), Santiago Baculima (Bonifacio).

***

2. Itzel Cuevas, más loca aún que el personaje del cuento de Saramago, hace gala de elevar un grado la insensatez de ese hombre que se atreve frente al rey para que le respalde en una descabezada aventura. La ilustre desconocida se apodera de la ficción, y un acto de voluntaria esquizofrenia invade al personaje, lo asume, se transforma en uno y en varios, trastoca espacios y navega a su manera. Actriz de grandes posibilidades se apodera del barco con inmensa seguridad, su cuerpo se modifica, su voz adquiere la textura necesaria y el espacio también muta de acuerdo con el momento dramático. Nos convierte en tripulación encantada y con ella enfilamos por un sendero de ironía, dramatismo y ternura. Itzel ha decidido salir del anonimato y convertirse en una ilustre desconocida, seguro que logrará convencer al rey y sus devotos. Ella, mexicana que por ahora tiene cédula guayaca, está aportando con la honestidad de un trabajo arduo, corroborando que para hacer teatro lo imperativo es crear personajes.

La ilustre desconocida (Basada en el cuento “La isla desconocida” de Saramago)

Estreno: Sala Malayerba, 10 de noviembre

Dirección: Martín Vaamonde

Actuación: Itzel Cuevas

Asistencia técnica y general del a obra: Aníbal Páez

***

3. Como las manifestaciones de locura son variadas, Lucho Mueckay aparece como un loco perspicaz y humano, caricatura de aquellos que ocupan una silla en el amplísimo organigrama de la burocracia y avanzan hacia el fracaso y el delirio de creerse mimados del señor del gran poder.

Mueckay trabaja con textos de Gogol y Daniel Bohr los contextualiza con acierto. Hace de Marva, apenas nombrada en el cuento ruso, un personaje presente que de tanto mirarse en la locura de Ausencio la ha asumido. (A pesar de que en ocasiones se hace la loca y lo notamos).

Ausencio es un personaje contundente, tiene momentos muy altos, como aquel después de la agresión de Marva, cuando desfila con la dignidad del orate y parece que va camino a la muerte o la locura profunda, por eso nos sorprende su regreso demasiado cómico: el cabezón, aunque divierte, parece un intermedio cómico en medio de un drama profundo; de una atmósfera de hospital conseguida sin demasiado andamiaje, cuya textura de paredes y vestuario imprime el sello hospitalario. Pero sobre todo, por la presencia de un personaje conseguido mediante una actuación impecable.

Diario de un loco

Texto original: Nicolai Gogol, Daniel Bohr

Adaptación y dirección: Lucho Mueckay

Actuación: Michelle Mena y Lucho Mueckay

Banda sonora musicalizada por Neiro David Pérez

Escenografía: Roberto Frisone

Vestuario: Yolanda Bravo

Producción: Sarao

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4. Marilú Vaca ingresa en la nómina para dirigir la demencia de Genoveva, esa doble mujer atrapada en sus fantasmas, en sus nombres que son uno y varios simultáneamente; aprisionada también por Valentina Pacheco. Una reescritura escénica que apuesta por algunos cambios, como la escenografía, que manteniendo el espacio blanco se la ve ahora reducida a esa especie de cárcel física y sicológica que mantiene a Genoveva aislada en sus delirios, desde los que ahora se atreve a salir y auscultar si sus miedos habitan fuera de ese blanco y aterrador cubículo. Valentina toma a su personaje, vive sus avatares con verosimilitud y retenida en la circularidad de su propia pregunta, que abre y cierra la obra, pone en escena la clarísima metáfora de la repetición incansable.

La herencia de Eva

Dramaturgia: Valentina Pacheco y Dieter Welke, Marco Vinicio Romero

Dirección y Puesta en escena: Marilú Vaca

Actuación: Valentina Pacheco

Vestuario: Sara Constante

Escenografía: Pepe Rosales, Valentina Pacheco

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5. Martha Ormaza aborda temas singulares y al tiempo agotados, no por falta de vigencia sino por maltratados: la libertad y lo héroes. Cosa de raros en tiempos donde los héroes han desaparecido, de modo que resultan tan abstractos como la libertad. Recurre a la tragedia clásica para hablar de esta legendaria pretensión. La libertad trasmuta en cuerpo de mujer, es la propia dramaturga y actriz (Martha Ormaza)quien la representa y la ejerce con mucha convicción, de hecho ella es la figura central que comparte con ese héroe, un tanto romántico y anacrónico, el soldado-héroe (Juan José Gatto).

Este texto de Martha Ormaza es un paso más en su ejercicio dramatúrgico, plantea una relación simbólica-metafórica entre la diosa de la libertad y el aspirante a héroe. A pesar de que escénicamente está concebido de manera más bien clásica, épica; textualmente apela a salidas de tono con pretensiones de absurdo o ironía que apenas se consiguen.

Obras de héroes en tiempos de caudillos y populistas! despropósito; desafío, en una sociedad sumida en el individualismo e intereses particulares. Un coro, hoy diríamos veedores, pone la nota serena y escénicamente equilibra ese diálogo ideal (por momentos inverosímil) entre los protagonistas. La música en escena crea la atmósfera y dota a la puesta de mucho carácter. La quiero a morir es una locura romántica y lograda por el esfuerzo de un numeroso elenco inmerso en la moción de su directora.

La quiero a morir

Escrita y dirigida por Martha Ormaza

Actuación: Juan José Gatto, Martha Ormaza

Dirección musical: Óscar Betancourt

Música original: Óscar Betancourt

Escenografía e iluminación: Roberto Frissone

Diseño y realización de vestuario: Bernarda Staël

Coro griego: María Campaña, Andrea Flores, María Mercedes Landeta, Carolina Lizarzaburu, Óscar Betancourt, Freddy Coello y Ricardo Staël

Músicos: Grecia Albán en el violoncello, Sandro Celi en la armónica, percusión, Pablo Villacís y Antonio

Fotografía : Antonella de Bonis

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6. Decir que fue un simulacro es señalar que no llegó a ser representación, sin embargo lograr el simulacro requiere de un doble juego teatral, algo de eso ocurre en ¡Oiga! ¿Qué no ve? donde marginalidad, indigencia y pobreza se vuelven invisibles en el escenario del mundo. No obstante, motivo de talk show, profundo análisis y más disparates comerciales de parte de cerebros preocupados por enviar al mundo un “mensaje” reparador. Será que la constatación de que aquello que un día reclamaba Serge Daney (crítico de cine) en un famoso artículo sobre la estética de la imagen, donde señalaba que ésta había sido sobrepasada desde que la TV y el cine hicieron del efectismo la fórmula probada para producir ese morboso placer de “ver” la violencia, ¿será digo que luego de que este desfile violento de miseria que llena las calles, no queda otra que parodiarlo, tornarlo artificio y mostrar lo invisible?. Una forma descabelladamente teatral de representar la soterrada violencia disfrazándola de ironía y aderezándola de lenguajes no necesariamente teatrales. Lo cierto es que Transs-Aparente logra una mixtura escénica con buena dosis de actuación, lenguaje visual, máscaras, canto y música que dan como resultado una teatralidad que habla de esta demencia urbana desde una mirada crítica. Buen comienzo para un grupo que se inicia y que ojala perdure en la insensatez del teatro de verdad.

¡Oiga! ¿Qué no ve?

Dirección general: Ma. Isolda Vinueza

Producción general: Ma. Isolda Vinueza, Pablo Gamboa, Ana Urbach

Actuación: Olmes Nogales Haro, Sara Tomaselli, Isolda Vinueza, Silvia Brito

Guión: Creación colectiva

Participaron: Dayana Rivera, Pedro Cagigal, Olmes Nogales, Pablo Gamboa, Ma. Guadalupe Alcázar

Video, animación y mezcla en vivo: Pedro Cagigal

Escenografía y utilería: Pablo Gamboa

Vestuario: Yadira Intriago

Diseño de iluminación: Peki Andino

Música y arreglos: Fabían Romero, Sara Tomaselli

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7. Y…hablando de locos, cierro con Kito con K, obra de Peki Andino, que con frecuencia ensaya de frenético en oficinas, ministerios, fundaciones, etc. donde el efecto de sus desbordes ha logrado réditos, le ha permitido llevar a escena, gracias también a su trabajo vehemente e incansable, varias obras de las que en algún momento haremos un balance, puesto que, justamente su arrebato nos ha restado voluntad de comentarlas. Hoy vuelve con Kito con K , ergo no hay queja, es puro teatro y del bueno, por varias razones: un texto mesurado, y no me refiero solamente al contenido sino a eso de ceñirse a una línea dramática y no querer decir “todo”, como ocurre en otros. Construcción de personajes, que si bien sabemos dependen, para “vivir”, en gran medida de los actores y actrices, y si antes los vimos enteramente locos, hoy no se puede reclamar nada, Juana Estrella y Pancho Arias (el más loco de todos) en su delirio trastornan a los demás y lleva al espectador fuera de la butaca, lo conmueven, alteran pero no le permiten sumirse en ningún tipo de catarsis sino que lo mantiene sin tregua. Por eso la presencia de la Juana Guarderas, como la chapa Ruales, concede un respiro y pone la nota de humor, seriamente trabajado. Kito con K es una obra orgánica donde la música en vivo de Sal y Mileto le confiere, literalmente, el tono; se vuelve personaje y crea una atmósfera verdaderamente K. Con actuaciones de innegable calidad y la satisfacción de constatar la constitución de un actor en todo el sentido de la palabra, me refiero a Pancho Arias, quien ha crecido de manera notable y eso es ganancia concreta para el teatro ecuatoriano. Por cierto no se puede dejar de lado el tema de dirección, al loko lo ke es del Peky!

Kito

Escrita y Dirigida por Peky Andino Moscoso

Aktores y personajes: Juana Guarderas, Juana Estrella, Pancho Arias, Sal y Mileto: Igor Icaza, Franco Aguirre, Luis Enríquez

Vestuario: Yadira intriago

Diseño escenografía, vestuario, luces: Peky Andino

Konstrukción de la escenografía: René Yama

Diseño de artes para impresos: Sofía Soto/ Teatro Sucre

Fotografía: Iván garcés

Vídeo: Urbano Films, Roberto Aguirre

Asistente de dirección: Isolda Vinueza

Música original: Paúl Segovia (+), Peky Andino y Sal y Mileto.

Producción ejecutiva: María Beatriz Vergara

La sombra de Dios

Notas sobre la asunción de Fausto por Teatro D´Dos

Omar Valiño - desde Cuba

El Fausto cubano resulta un espectáculo blasfemo como blasfemo es el teatro.

Para Teatro D'Dos1 asumirlo representa una dilatación. Como parte de un lógico proceso de crecimiento, el grupo se ensancha, la escena reclama ideas más profundas acompañadas de nuevos espacios. Se asiste a un cambio que, en primer lugar, es experimentado en lo interno, y ahora se le pretende mostrar a un público más amplio. El reto está en conquistar el centro sin abandonar la precariedad y la vitalidad de la periferia. Al mismo tiempo que dilatar las claves de una poética no significa desecharla, sino, más bien, someterla a una nueva condición crítica.

¿Cómo volcar hacia esa proyección el “saber” acumulado en una trayectoria signada por los montajes de pequeño formato, dirigidos a un espectador que puede tocarse con la mano? ¿De qué manera responder a los imperativos de una producción sin condicionamientos, pero generadora de múltiples tensiones y a un estreno determinado de antemano? ¿Por qué arriesgarse a perder la zona de seguridad conquistada —el espacio físico y simbólico, los procesos de trabajo sin presión, el “saber hacer”...?

Son interrogantes cuyas respuestas parecen reclamadas por un mismo fin de la vida: buscar siempre más allá, sucumbir a la tentación del conocimiento inabarcable. No menos anima a Fausto, por ello se convirtió en símbolo de la aventura humana.

La conjunción de esta necesidad interna del colectivo a las puertas de sus diez años de fundado con el “objeto” de exploración del montaje mismo, expuso a Teatro D'Dos ante una doble aventura del conocimiento.

El Fausto que nos propone Reinaldo Montera, revisita uno de los mitos preferidos por la modernidad, mucho más que la imprescindible estación goethiana de este. Un Fausto, tal vez más cansado, que sigue persiguiendo, desde La Habana, una idea de la felicidad. Un Mefistófeles sin tanto poder, desesperado en conseguir un alma elegida, sabiendo, desde siempre, que para conquistar un alma se necesita poseer un cuerpo.

Fausto, en definitiva, dialoga con sus dudas, sus obsesiones, sus fantasmas. Reclama un relámpago que lo ilumine, un instante para dialogar con Dios... y aparece Mefistófeles. Al parecer, según Teatro D'Dos, el Diablo lo había “fichado” en un bar, de ahí la recurrencia a: “en este bar se vieron nuestras almas y se dijeron cosas deliciosas…”. Lo encuentra en una casa donde falta de todo, pero quedan las almas y, sobre todo, un alma elegida en la que se revela lo celestial. Y es lógico. ¿Adónde debe dirigirse Mefistófeles para conseguir su objetivo, sino a Cuba, espacio —encarnado en Fausto— de esa alma desgarrada entre deseo, transformación y utopía? Para el grupo, Fausto ronda los 40 años. Metáfora del proceso social cubano de la Revolución, centra el tema obsesivo del teatro insular de los últimos tiempos: el cisma entre deseo y proceso, entre búsqueda y resultado, entre utopía y realidad.

Así, obsedido por una idea de la felicidad que no puede precisar, Fausto acepta el “nuevo” pacto. El Diablo procurará su felicidad y él le reservará el alma.

No obstante, Teatro D'Dos sabe que si primero fue el verbo que transmite la idea, para la escena se trata de encarnarlo en acción, es decir, encontrar una teatralidad del logos monteriano. A la manera de Mefistófeles, pretender un alma para el teatro implica hallar su cuerpo escénico, su vehículo. Por eso, en la misma medida que el Diablo, para apresar el alma de Fausto, alcanza a transcurrir su cuerpo2 con las experiencias del sexo, el alcohol, el viaje o el poder, el montaje busca encarnar la vida del texto.

Para ello elige un entorno plástico cuya visualidad remite a cualquiera de esas esquinas habaneras donde se ha derrumbado un edificio y el paisaje arquitectónico nos desvela la intimidad de otras ventanas. Desde la “calle” observan los espectadores a un personaje bastante cotidiano, rodeado de maletas, en una suerte de lista de espera metafísica.3

Atenazado por su deseo de emprender el viaje hacia el conocimiento, Fausto escucha sonidos de aterrizaje y despegue de aviones, un “din-don” de aeropuerto y varias canciones conformadoras de la banda sonora del espectáculo, producida siempre por las voces de los actores. Tales motivos, no señalados en el texto original, resultan los referentes de una tensión que explota la puesta en escena.

Tres grandes escaleras ruedan por el escenario. Son fichas en un juego de posiciones, sustitutivas del ajedrez real pedido por Reinaldo Montero. Piezas que metaforizan la batalla entre Mefisto y Fausto.

En un momento de ella, Fausto, borracho, declara: “Voy a poder ser feliz, aunque esta alma se vaya al carajo”. Parece abandonar su soñadora voluntad de transformación del hombre, su seguridad en cuanto al carácter inagotable de la experiencia humana, parece vencido por una aparente felicidad sin rumbo. Sin embargo, las próximas escenas nos revelan su tránsito por “un día elegido”. Persigue a Margarita, sobrevuela París, se acuesta en su tierra con Helena de Troya, experimenta el poder. Después de ello, Fausto aún privilegia lo esencial sobre lo banal, el ser sobre el tener.

Teatro D'Dos lo mira desde su poética del realismo expresivo, en la cual se erosiona una cotidianidad nunca del todo desaparecida. Fausto pisa la realidad, los demás personajes son apariciones, envíos de El Diablo, conservan algo de una “vieja” realidad virtual. Margarita es el eterno femenino porque encarna el deseo peregrino y la ilusión, no es solo la jinetera de ahora mismo, sino la “oscura pradera” que convida a la transformación. El Perro es la nobleza y la agresividad del mundo animal y el peón del ajedrez, que carga con la peor parte. Helena en la visión del grupo es todavía más ridícula en su frivolidad, suerte de reflejo de la vidriera del mundo. Y Mefisto, en su relativo desvalimiento, acude a Dios para sostenerse.4

Frente a la actitud de Fausto, Mefistófeles asume su derrota. Pero tampoco Fausto ha ganado. Y, sin embargo, aquí no hay tablas, dice El Perro. En el epílogo, ya la fábula ha terminado. Cual ritornello, los personajes se pronuncian sobre el origen del mundo. Pero sus conclusiones son nuevas preguntas.

La soga que delimitaba la planta arquitectónica en La casa vieja se ha levantado, convirtiéndose en los telones cuyas imágenes identifican ahora el espacio de Fausto. Los tres taburetes se han convertido en tres escaleras; las pequeñas maletas de La noche de los asesinos han crecido multiplicándose... ¿A qué lugar nos llevan esas escaleras que parecen terminar en el vacío, entre casillas blancas o negras de este eterno ajedrez?

“Dios nos deja caer en la tentación y no nos libra de ningún mal”. Montera reitera su idea sobre la frágil huella del aprendizaje en el Hombre. Teatro D'Dos recorre el camino propuesto por el autor con la siguiente pauta. Después de la destrucción quedan las almas —Fausto es un alma elegida, persigue la felicidad y se entrega a las constantes de la experiencia humana, anhela tranformar(se). Lógicamente, no puede haber tablas, ni vencedores ni vencidos, porque la pelea continúa.

El espacio escénico se despide límpido, solo habitado por maletas y escaleras. Sobre una de estas, Fausto, Margarita, El Perro y Helena se preguntan cómo acabar con la “hijeputancia”, simbolizada en Mefisto. Él los ha conducido nuevamente hasta allí, están otra vez frente a las mismas tentaciones, frente a los mismos deseos, ante el abismo.

Aquellos cantan “Cuando salí de La Habana, de nadie me despedí [...] las botas se me rompieron, el dinero se acabó, ay, perrito de mi vida, ay, perrito de mi amor". Aluden al fin de un amor, de un proyecto. Mefisto restalla en carcajadas, no sabe nada, es solo una actriz que intenta comprender a través del teatro.

Es un día elegido. Se impone una razón para pensar. Ellos también comprenden que el Diablo es la sal de la vida, la sombra de Dios. Pensemos.

Notas:

1 Trabajo como asesor de Teatro D'Dos desde 1995. Ofrezco aquí, más que la mirada evaluativa del crítico, el típico texto donde se cruzan las voces de todos los miembros del colectivo, así como el testimonio sobre referentes, objetivos y aristas internas de un proceso de montaje teatral. Sirva como testimonio y nunca como definición de los resultados alcanzados.

2 Esta idea cita la expresión carpenteriana “un cuerpo de carne transcurrida”, verdadera síntesis de la tarea esencial de un actor: hacer que su cuerpo revele las huellas físicas y psíquicas de otra carne transcurrida por un tiempo y una experiencia únicos.

3 Entre otros textos de referencia, el colectivo utilizó en el proceso de construcción de la puesta en escena los siguientes textos: Lista de espera, de Arturo Arango; Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago; Los ciegos, de Maurice Maeterlinck; Fausto, (con la introducción de Camila Henríquez Ureña), de Goethe.

4 El equipo de trabajo ha estado conformado por Jorge Fernández (Fausto), Daysi Sánchez (Mefistófeles), Milva Benítez o Liliana P. Recio (Helena), Yaquelín Rosales (El Perro) y Susana Céspedes o Yailene Sierra (Margarita), Ismael Gómez (dirección de arte), Saskia Cruz (diseño de luces) Julio César Ramírez (dirección).