miércoles, 20 de mayo de 2009

Los Coleman desde España


Abel González Melo - desde España
Una dramaturgia es una familia. La que alguien se crea, a la que pertenece. Uno hace las veces de espectador pero en realidad sabe que debe asumir el riesgo y enfermarse y claudicar junto a ellos. Los Coleman entienden muy bien cuáles son sus estrategias para desintegrarse, las apresuran como si el laboratorio de los nexos intestinos, sus reiteradas reelaboraciones, les impidiesen pensar serenamente en lo que ocurre. Por eso abren la puerta, aceptan el corte transversal en un ángulo de la casa (que es la vida) y evitan caer en la desesperación o el abandono mediante una alucinada sucesión de respuestas, de silencios, de actividades. El hundimiento lo han superado ya, no aguardan redención posible, se han adaptado. Para sobrevivir sólo queda la omisión. La presencia de la obra de Claudio Tolcachir en el 22 Festival Iberoamericano de Teatro de Cádiz, en octubre de 2007, dejó al público estupefacto y triste. Los antiguos mecanismos de la identificación sensible se reactivan en La omisión de la familia Coleman a partir de una estudiada plataforma de situaciones y un sistema de caracteres que rubrican las esencias de un “teatro verdad”. El texto deviene apretada recomposición de dinámicas habituales, enfoque puntual que concentra los comportamientos de ocho individuos y los lanza a un abismo revulsivo y feroz. La síntesis del cotidiano activa un reordenamiento de las conductas personales y da cabida a la mejor particularización posible en cada caso: de la intimidad del individuo, profundamente diseccionada, hacia un debate social donde la familia-caos es mínima célula de la sociedad-caos. La nueva dramaturgia argentina, heredera de las ricas paradojas nacionales pero sobre todo de una apropiación inteligente de las escrituras europeas, se encuentra hoy entre las más aclamadas y exitosas del mundo entero. Los textos de Rafael Spregelburd y Daniel Veronese son portentosas elucubraciones dramáticas, inquietas metáforas que evalúan con riesgo, tino y actualidad los ángulos del hombre de ahora mismo: si a ello se suma la labor de ambos como directores escénicos, en muchas ocasiones de sus propias obras, el círculo se cierra y enseña un teatro total, experiencias donde palabra y acción escénica edifican brillantes poéticas. Dentro de su tradición, mas con una independencia cualificada por lo minucioso y específico de sus intereses como dramaturgo, Tolcachir consigue un atractivo mapa argumental. Sin pretender una politización a ultranza en términos contextuales, su historia se centra en el dilema del núcleo familiar y otorga a sus personajes múltiples aristas de lectura: tanto es la Argentina de hoy, como Madrid, como La Habana en que vivo. El espacio-continente de la fábula no necesita estar absolutamente precisado (aunque quizás sólo al trabajar con motivaciones concretas del sujeto argentino, con la piel y la sangre de sus actores y las retroalimentaciones con su medio, el autor atisba las cotas de verosimilitud apreciadas en el espectáculo).


La mayor virtud textual se halla en la alternancia de las regiones de silencio y los diálogos incisivos, cortantes y precisos. Los personajes dan informaciones repentinas que de inmediato uno logra ubicar dentro de sus biografías, cómodamente urdidas en el entramado dialógico y, en gran escala, entendidas desde las perspectivas combinadas que en la escena convergen. Todos son revisados y evaluados por todos. Pareciera existir un derecho estandarizado de inmiscuirse, de opinar, de acotar un comentario que puede transformar sin recato el punto de vista con que se ha asumido la importancia de alguno de los roles. Y así el paisaje se deslíe constantemente y no permite prefijar pautas, ni acusar de bondad o deterioro, ni establecer concepciones demasiado rígidas sobre un personaje que a lo mejor es muy ingenuo y pasa por ladino u otro que es temible y pasa por tímido. Los detalles omitidos, las partes incompletas u ocultas de la fragua familiar, van tornándose el centro motor que capta y mantiene en vilo la atención del espectador. Se ajustan las tensiones interpersonales y ello “desajusta” la percepción. Crea en el auditorio una situación agónica, una incomodidad, un sofoco ante lo no dicho que es la mayor carta de triunfo de una estructura dramática que sostiene el ritmo en las miradas e intenciones y que con igual ahínco toca fondo y altura conmovedoramente. El autor muestra la cuerda, permite tocarla, anuncia el ahorcamiento. No recompondré aquí la historia. Creo que La omisión de la familia Coleman es un excelente tratado sobre conducta. Las miserias humanas adquieren rango de hábito y se sistematiza el egoísmo como elemento distintivo de la armazón familiar. A la par que testimonio vivo de ocho intérpretes en el escenario, el texto puede ser leído y analizado en la soledad de una habitación y ello ofrecerá un margen de valoración independiente de la imagen escénica elaborada por Teatro Timbre 4 bajo la dirección del propio Tolcachir. Lo que ocurre es que su concepción de la palabra en el espacio y el tiempo, la urdimbre de acuerdos sicológicos a que llega con sus actores, y el entramado energético que dimensiona la anécdota durante la representación, son tan extraordinarios, que una vez concluida la función ya es imposible separar el libreto de la dimensión teatral que se ha verificado. Y es que Claudio Tolcachir es muy inteligente, sabe de sobra lo que quiere y cómo lo enfrentará.


Quizás de nada estaríamos hablando si no fuese por el excelente equipo de actores que asumen el montaje, dirigidos por Tolcachir hasta que adquieren una exactitud monumental, casi un imperio de perfección dinámica. De la labor del conjunto es inevitable destacar el trabajo de la simultaneidad de acciones, la dignidad con que están “presentes” en escena, el sentido en cada intérprete de aquella “soledad pública” que tanto valoró la academia rusa. Y es que el estilo, la marca de la actuación, la persecución de una verdad del cotidiano y sobre todo la indagación en cómo transformar esta en una verdad teatral que no quede atrofiada por las “normas de la representación”, hacen del método de estos actores, deglutido por cada uno de ellos, una escuela viva y esencial que descuella ante cualquier regionalismo. La Abuela, alrededor de quien se nuclean varios enfrentamientos, es defendida con entereza por Ellen Wolf, actriz de larga trayectoria, en una sólida y completa caracterización, simpática y dolorosa a un tiempo. Meme, la madre, es en el cuerpo de Miriam Odorico un amasijo extraño de infantilismo y angustia, desesperante y tímida, con todo el laberinto psicológico que su delirio prohíja. Inda Lavalle logra una Verónica contrastante con el resto de los miembros de la familia, dura y superficial en un inicio pero con mil heridas y develando cuantiosas objeciones a su modelo de estabilidad, al estatus que ha alcanzado. El trabajo femenino que más me emociona es el de Tamara Kiper, cuya agitada Gabi se debate entre el sacrificio que representa ser tal vez el único sostén de la casa y ni siquiera tener fuerzas u oportunidades suficientes para ello, y la extirpación o corrimiento de su vida íntima justo a causa de aquellos imperativos: la joven actriz privilegia una u otra región alternadamente, y dibuja un carácter extrañamente arisco y tierno. A cargo de Lautaro Perotti corre la más compleja psicología de la obra: Marito, cuya mentalidad, embotada o torpe, es más lúcida y develadora que la del resto. El actor, respondiendo a obsesiones primarias, arma un rol redondo sin excesos ni tipificaciones exageradas, unifica su comportamiento gracias a una relación poderosa entre sus acciones físicas y su trayectoria interna, y se erige, gracias a su cuidado desempeño, en doloroso símbolo de los tiempos que corren. Diego Faturos, a partir del silencio, las miradas y la personalidad escéptica de Damián, va exigiendo del público la más atenta de las percepciones: construye a un muchacho enigmático, ácido, que habla como por pedazos y su proyecto de escape o vida resulta uno de los misterios más atractivos de la historia. Gonzalo Ruiz introduce un tono optimista en la representación, maneja con mesura las transiciones y reacciona con ímpetu, fuerza y verdad en su Hernán. El Médico de Jorge Castaño es, desde sus apariciones incidentales, un punto de interés que revuelve el conflicto, esto debido a su insistencia por guiar, averiguar, introducirse en la familia, y a la vez resulta ambiguo y medular en el curso de la acción.


Una planta escénica casi inamovible, donde todo está mostrado desde el inicio y apenas algún elemento se transforma para significar el cambio de set (de la casa al hospital donde la Abuela será ingresada, siempre espacios interiores), es iluminado con eficacia por Omar Possemato. La banda sonora es casi en la totalidad del espectáculo las voces de los actores, sus discusiones, sus encontronazos: una polifonía de timbres conjugada magistralmente a lo largo de cien minutos de conmoción y garra. La omisión de la familia Coleman, en el momento que vivimos, filtra los más arriesgados experimentos que en materia dramatúrgica se desenvuelven en el mundo, y emparentada con las grandes epopeyas familiares que el teatro contemporáneo lega (recuerdo mi impacto reciente ante una espléndida función de On the Shore of the Wide World de Simon Stephens, en el National Theatre de Londres), se desarrolla con autenticidad, hablando a la Argentina de hoy y a todos los que, para nuestra vergüenza o agrado, tenemos un Coleman adentro. El atentado es claro. No hay que estar alegre al final de la obra. No hay que desdeñar el pesimismo con que de pronto estos ocho personajes persiguen salvarse, solucionar sus problemas y se descubren incapaces, locos por la inmediatez y por la fuga. Las evasiones de todos, expuestas de disímiles formas, procuran saltar la perentoria existencia. Pero algo está arrancado para siempre del interior de ellos. Algo que los ha obligado falsamente, espejismo de la miseria, a llevar un apellido que no poseen, a buscarse la vida de un modo equívoco, a omitir la ausencia del padre y de otras tantas cosas que un día, por azar, consiguen hacer feliz a una persona.

La omisión de la familia Coleman
Dramaturgia: Claudio Tolcachir
Actúan: Jorge Castaño, Araceli Dvoskin, Diego Faturos, Tamara Kiper, Inda Lavalle, Miriam Odorico, Lautaro Perotti, Gonzalo Ruiz
Asistencia de dirección: Gonzalo Ruiz, Macarena Trigo
Dirección: Claudio Tolcachir

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